X. Pérez Llorca | Miércoles 18 de marzo de 2015
Los españoles tenemos una escasa cultura democrática. Sí; esta es la conclusión obligada a la que se llega analizando nuestra historia, desde la promulgación de la constitución de 1978.
Es lógico que así sea: en Europa, la modernidad y la cultura democrática, vino del pensamiento y obra de las élites librepensadoras. En España, en los tres últimos siglos, sistemáticamente hemos prescindido cuando no aniquilado a quienes mejor postulaban las libertades públicas: Jovellanos, Julián Sanz del Río, Julian Besteiro ó Francisco Ferrer
Guardia, por citar algunos, de tantos y tantos condenados al ostracismo ó la muerte.
Por el contrario, cuando los franceses hablan de “valores republicanos” están haciendo referencia a una serie de principios que la inmensa mayoría de la población tiene interiorizados a modo de usos sociales; no son valores ni de la izquierda ni de la derecha, sencillamente son normas personales, del sistema, de la república, de la democracia.
No son valores de partido. Son valores que empezaron a fraguarse sobre los conceptos fundamentales de los enciclopédicos del siglo XVIII (libertad, igualdad, fraternidad); Francia, como el resto de democracias avanzadas en Europa, ha ido incorporando a su quehacer la libertad de opinión, el sometimiento de los gobernantes a la Ley, el aprecio por la prensa independiente ó sencillamente, la exigencia de que todo representante político ha de ser eficiente, cualificado y por descontado, honesto.
En España, el pensamiento libre nunca ha estado bien visto. Tradicionalmente nos hemos acurrucado en la seguridad del pasado y en la opinión del dirigente, que nos dice lo que hemos de pensar, ahorrándonos el esfuerzo de elaborar un criterio propio. Y esto vale para las izquierdas y para las derechas.
En España, llamamos democracia a una especie de liga de fútbol, en la que la gente tiende a ser (permítanme el símil) del Madrid ó del Barcelona. Lo que importa es que ganen los nuestros; en la que cada hinchada es incapaz de reconocer los aciertos del contrario ó de ver los defectos de sus propios jugadores; cada afición exige con irritación que se castigue a los contrarios. Así Pepe ó Alves, pasan de ser, criminal de guerra a mejor defensa, según opinen unos u otros.
En España estamos con unos ó con los otros. Si criticamos, entre risas y enfados, las fechorías de Bárcenas, Blesa y la Gurtel, no hablaremos de los ERE de Andalucía, de Bustos ó de Fernández Villa. Y viceversa. Aquí somos de, “y tu más”. En España estamos por la lapidación del contrario; importa poco que sea mejor ó peor. Si no está con nosotros, no merece conmiseración.
Antes y después del 9 de noviembre, una vez más, he podido constatar lo que acabo de comentar: ¿Tú eres unionista ó separatista?, ¿estás a favor ó en contra de la independencia de Catalunya? Yo no lo sé. Seis meses atrás habría dicho que estaba a favor de la continuidad en España, pero hoy tengo dudas. Lo que si sabía entonces y ahora es que los catalanes tenemos derecho a decidir si queremos independizarnos ó no. Pero, por desgracia, el debate político del “9 N”, se atrancó en la cuestión previa: ¿podemos votar?
Y es que en España, se vota ó no, en función de la conveniencia del que manda; y el que manda se atiene a lo que más le conviene según al resultado previsible. Y no se engañe querido lector: esta ocurrencia de negar el voto, no es privativo de la derecha, no. Para muestra un botón: el PSOE/PSC, tras años y años de promocionar a sus candidatos según el capricho de la dirección, por conveniencias de imagen, instauró los procesos de primarias para la elección de sus candidatos electorales; me sobrarían ejemplos en los que aceptar ó impedir primarias, dependía de que el preferido de la dirección tuviese asegurada la ratificación.
Volviendo al “9 N”, el intríngulis del proceso diseñado por el presidente Mas, radica en haber construido su propuesta sobre bases absolutamente cartesianas y democráticas.
En síntesis nos dice: no pretendo declarar la independencia, quiero que los catalanes mediante un referéndum podamos decidir libremente nuestro futuro. Desde el gobierno de España, ante el riesgo de perder el envite, optaron desde el principio por negar el voto.
Que un gobierno niegue el voto a todos ó a una parte de sus ciudadanos, se dice poco con la democracia. Si un gobernante tiene arraigados valores democráticos, no pretenderá “ganar el partido llevándose a su casa la pelota”; un demócrata nunca negará el derecho a confrontar, votar y decidir. En todo caso, utilizará su posición (Cameron en Gran Bretaña), para celebrar la contienda electoral, con cierta ventaja: elige el momento en que se ha de votar; y eso en política, con las encuestas sobre la mesa, ya es suficiente delantera.
Que el gobierno central no autorizaría un referéndum sobre la independencia en Catalunya, era algo cantado. Así lo razoné en EL LLOBREGAT, hace algo más de un año, en el artículo que titulé “De la Ley a la Ley”. Era previsible el resultado, porque ni PP ni PSOE, tienen el fuste democrático necesario para permitirlo.
Lo del referéndum es y será no. Pero, por favor, que no pretendan justificar el no, con razonamientos pseudodemocráticos: Que Catalunya forma parte de España desde hace quinientos años, para mi es un hecho histórico. Pero afirmar que lo es por la libre voluntad de los catalanes expresada en la constitución de 1978, me parece una cursilada. Catalunya forma parte de España, como resultante de múltiples episodios históricos; ninguno de ellos precisamente, democrático.
Durante estos meses, una pléyade de intelectuales contrarios a la independencia catalana, han pretendido dar una pátina democrática a la decisión de negar el referéndum: “la constitución declara que la soberanía popular reside en el pueblo español. Por lo tanto, en un eventual referéndum de independencia, serían todos los españoles los que tendrían derecho a votar”. Cuando escucho cosas como estas en boca de reconocidos profesores, constitucionalistas de carrera, juristas ó políticos, me siento abochornado: es como si Cameron hubiese dicho a los escoceses que sí al referéndum, pero votando toda la Gran Bretaña; o que en los referéndums en Quebec, votasen todos los canadienses. En Canadá ó en Inglaterra, a nadie se le ha ocurrido plantear algo semejante; y si hubiera ocurrido, la prensa, la intelectualidad, la opinión pública en general, se habrían encargado de descalificar la ocurrencia del personaje. Cameron lo sintetizó muy bien tras el referéndum escocés: “Soy un gran apasionado del Reino Unido pero también soy un demócrata y por ello pensé que se debía dejar decidir a los escoceses”.
Será que no, pero por favor señores apasionados de la unidad de España, no contribuyan más a empobrecer la cultura política del país. No esgriman argumentos tardofranquistas para negar el derecho de los catalanes a votar. Digan sencillamente algo tan castizo, tan nuestro, como “no se marchará porque es mía”. No será democrático, pero eso ya lo sabemos.
Hasta aquí, la historia conocida. El futuro, Dios dirá.
En Castelldefels, en la mesa electoral que me correspondía votar, escuche a una mujer de avanzada edad (por cierto, hablando en castellano): “¡vamos!, con los años que nos costó poder llegar a votar, quienes son éstos para decirme ahora que no lo haga”. Pues eso.
Si el “9 N”, cuando menos, sirve para poner en evidencia las carencias democráticas de España, habrá sido positivo.
Dos millones de catalanes manifestamos el pasado “9 N”, que aspiramos a una mayor calidad democrática. Al margen de burlas y menosprecios, ésta creo que es la conclusión razonable de lo acontecido el pasado “9N”.