El 16 de octubre pasado, mientras en Can Riera de L’Hospitalet el Centro de Estudios organizaba unas jornadas de historia, moría en Gavá, Antonio Ruiz. Yo, que estuve presente en las sesiones, me enteré de su muerte el lunes 19, pero luego supe que había gente en la sala que ya conocía la noticia y, sin embargo, no se divulgó. Que no se diera a conocer en unas jornadas de historia cuando Antonio Ruiz es una parte imprescindible de la historia más reciente de la ciudad, dice demasiado de las variadas insuficiencias en las que nos movemos.
Antonio Ruiz Ruiz había nacido en Palma del Río (Córdoba) en 1932 y había llegado a L’Hospitalet (Bellvitge) en 1971, tras pasar un tiempo en París, huyendo de la policía franquista que le perseguía por comunista. Se afilió al PCE en 1959 y en L’Hospitalet fue uno de los primeros integrantes de la organización local del partido junto a Jaume Valls, José Fariñas, Pura Fernández, Felipe Cruz, Pantaleón, Fina, etc. Albañil de oficio, llegó a ser presidente de la UTT de la construcción en el sindicato vertical apoyado por el 90% de los compañeros y más tarde secretario general de este sector de CCOO, mientras Valls era elegido el máximo exponente de la Unión Local. Hicieron tándem, también, en la primera lista comunista al ayuntamiento en 1979, donde ambos fueron elegidos concejales por el PSUC hasta la fractura de la organización, ocupando Ruiz la tenencia de alcaldía de Trabajo e Industria. Ruiz y Valls fueron, en esos años entre el 75 y el 83, las cabezas visibles del movimiento obrero en L’Hospitalet, cuando el movimiento obrero todavía era un cierto motor de la historia. Fueron de los que no declinaron, ni mudaron de ideología, ni gozaron de sueldos o prebendas.
Ejemplo de lucha y rebeldía personal
El pasado viernes 27 de noviembre en la Casa de la Reconciliación de Can Serra (L’Hospitalet), que él ayudó a levantar con sus propias manos, junto con las manos, la ilusión y la tenacidad de otros muchos, se le rindió un homenaje. La sala estaba llena de antiguos luchadores por la libertad, antiguos comunistas del PSUC que siempre fue su partido, viejos sindicalistas de fábrica y tajo que siempre fueron sus correligionarios en Comisiones y gente que le tenía aprecio, admiración, estima, junto a muchos otros que, sencillamente, le querían: su familia, sus amigos, quienes conocieron su integridad, su discreción, su sentido de la equidad, su compostura.
Si Antonio Ruiz fue historia viva de esta ciudad era porque sin su ejemplo de lucha, su rebeldía personal y sus aportaciones, aquellos años de tránsito entre la dictadura y lo que hemos vivido no hubieran sido lo mismo. Probablemente la derrota, vista con la perspectiva actual, sería parecida, pero lo que cuenta en las batallas es el espíritu, lo que se aprende y lo que se vive casi tanto como el resultado final. Por eso, a una batalla le sigue la siguiente y a una derrota, las mismas ganas de pelear por conseguir la justicia definitiva. Los marxistas saben que la historia no es solo el resultado sino, sobre todo el recorrido, y por eso se comprueba a menudo que la misma historia se percibe de muy distintas maneras según el lugar que se ocupa en el análisis. Suele haber, además, un abismo entre el esfuerzo con que se emprende la batalla y el resultado final que se consigue.
Resulta paradójico que, en el colectivo comunista, ese mismo abismo se produzca también entre el sacrificio personal y el reconocimiento de la organización. Siempre me llamó la atención que el gigantesco esfuerzo teñido de penurias y de privaciones de la militancia comunista, apenas tuviera relevancia en una organización donde el valor, la disciplina y la auto exigencia se consideran obligaciones morales a las que obliga la lucha, sin concesiones al sacrificio individual. La cultura comunista valora la fortaleza del colectivo y la contrapone a la fragilidad del individuo. Por eso, el heroísmo personal ha sido siempre tan bien valorado, pero tan mal reconocido, cosa que no suele ocurrir con la militancia socialista, donde al militante se le reconoce, pero también se le ampara, se le cobija, se le protege. Si en algo los comunistas de primera hora de L’Hospitalet fueron distintos fue, como se dijo en el acto de Can Serra, porque eran un grupo de amigos unidos en la rebeldía y en el combate por una sociedad mejor, y no solo un montón de militantes dispuestos a satisfacer las consignas de la dirección. Que también.
Jaume Valls, peregrino de la historia
No es posible hablar de Antonio Ruiz sin hablar al mismo tiempo de Jaume Valls, que estuvo imprescindiblemente presente en el homenaje y que dirigió unas sentidas palabras a los reunidos. Eran amigos de clase, de barrio, de profesión, de historia, de empresa, de partido, de sindicato, de sentimientos y de voluntades. En ellos, la fraternidad era una manera de ser, como lo era también, en otra escala, para una buena parte de los viejos comunistas que todavía tuvieron la debilidad nostálgica de entonar la Internacional y el himno a la libertad de Labordeta en el acto de Can Serra. Como Antonio Ruiz, Jaume Valls ha sido también un peregrino de la historia. Gente de una pieza, con una concepción indeclinable de lo que debe ser la justicia, la igualdad, la solidaridad individual y colectiva, la generosidad puesta al servicio de los ideales. Reconocieron sus méritos, los socialistas de L’Hospitalet. Sus antiguos compañeros, sólo los deméritos. El comunista, de siempre, se enfrenta a la soledad de sus propias derrotas y al silencio de sus íntimas frustraciones. El único consuelo, sus amigos, no sus camaradas. Antonio Ruiz y Jaume Valls han sido un ejemplo de ese deambulante camino de olvidos.
En Can Serra se reparó un poco ese silencio atronador de la gente que ha hecho historia en su ciudad. Sus hijas y su mujer, Rosa, pusieron el calor humano y los viejos conocidos presentes, el gesto fraternal. No tendrán una placa que reconozca sus aciertos y bondades, pero quedará un pálpito indeleble en el alma de quienes los trataron. III