Así empieza una de las más famosas novelas de Charles Dickens, Historia de dos ciudades. Aunque escrita hace ya más de ciento cincuenta años, a mi modo de ver estas frases parecen describir perfectamente nuestra sociedad actual.
Es lo que tienen los genios como el escritor inglés, que sus textos resultan siempre actuales. Efectivamente a primera vista puede dar la impresión que nuestra época actual es la mejor y más próspera que ha experimentado jamás la humanidad y sin embargo, basta con leer algunas de las noticias que han ido apareciendo en nuestro Llobregat para coincidir con Dickens en que, pese a las apariencias, éste puede ser también el peor de los tiempos posibles.
Así tan solo en el 2013 se registraron 47 suicidios en el Baix Llobregat y L’Hospitalet, una cifra que, además según un estudio de la Generalitat, ha aumentado en los años sucesivos…, es más, no crean que esta situación de angustia vital y de falta de encaje con el ritmo de vida actual afecta tan solo a los adultos, sino que ha alcanzado también a quienes suponen el futuro de nuestra sociedad. De esta forma, según un estudio del Hospital Sant Joan de Déu de Esplugues, el número de menores con trastornos de comportamiento ha aumentado considerablemente en los últimos cinco años.
En cierto sentido podríamos resumir la situación así: poseemos muchas más cosas que nuestros abuelos y nuestra vida es más fácil y cómoda, pero… ¿somos más felices que ellos? Vistas las cifras, probablemente no.
Empujados por nuestro enloquecido mundo actual, ebrio de tecnología y consumismo, hemos perdido el equilibrio entre nuestro interior y nuestro exterior, entre lo que somos y lo que queremos ser, y con ello, sin darnos cuenta, nos deshumanizamos, convirtiéndonos simplemente en meros seres productivos, continuamente valorados únicamente por lo que hacemos, convertidos en meros engranajes, perfectamente substituibles por cualquier otro individuo.
Agobiados, invadidos por la ansiedad, insatisfechos y profundamente infelices, nos lanzamos en una continua huida hacia adelante, en busca de más progreso, de más estatus, de más poder, de una mejor situación económica. Así y al mismo ritmo que llenamos nuestra casa de nuevas pertenencias, vamos vaciando nuestro espíritu, condenándonos a una triste y banal superficialidad que no nos produce sino un profundo desasosiego interior.
Necesitamos recuperar el rumbo, y para ello resulta indispensable que nos hagamos, de nuevo, con el timón de nuestras vidas. Para conseguirlo, probablemente, no hace falta que renunciemos al mundanal ruido y que huyamos a alguna oculta gruta del Himalaya donde llevar una vida de místico eremita. En la mayoría de las ocasiones, tan sólo necesitamos un cambio de perspectiva, afrontar nuestro quehacer diario con una nueva mirada, más humana, más comprometida y por ello más libre y responsable. Ante la perspectiva gris del mundo que nos rodea, y para evitar acabar engrosando la lista de alguna de las estadísticas que he mencionado al principio conviene tener presente el admonitorio poema del maestro Borges:
“He cometido el peor de los pecados que un hombre puede cometer: no he sido feliz. Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan despiadados. Mis padres me engendraron para el juego arriesgado y hermoso de la vida, para la tierra, el agua, el aire, el fuego. Los defraudé. No fui feliz”. III