La avenida Miraflores, por la que camino cada día de vuelta a casa, hace poco más de una década era recorrida de lunes a sábado por una ruidosa efervescencia comercial de madres comprando en la mercería, matrimonios curioseando cosas que no necesitaban pero que tal vez comprarían, yo mismo gastándome la semanada en la tienda de discos que había cerca de la esquina con la calle Pedraforca. En ese local, en algún momento de los últimos años, instalaron una gestoría. Asesoría jurídica, gestión de fincas. En la esquina de enfrente, una sucursal bancaria que acaba de bajar la persiana.
El paisaje urbano de mi infancia se ha ido desvaneciendo a partir del derrumbe inmobiliario. Los comercios que vendían cosas sin las que uno puede sobrevivir orgánicamente han ido cerrando para convertirse en tiendas que ofrecen producto con un margen de beneficio que no da al tendero para contratar a un empleado y que el paseante no adquiere como capricho, sino irremediablemente y buscando en las costuras de los bolsillos el último céntimo. La gente sonríe menos y grita más. Mira más duro. Alrededor de los contenedores, el suelo está sucio de los restos de la búsqueda de los que no pueden comprar ni siquiera lo que precisan para subsistir. Y cuando la rubia de la cafetería y su marido o las dependientas de la tienda de belleza decoran los escaparates con murciélagos y calabazas de papel, las miradas sospechan.
Desde que es mucho más difícil, cuando no aritméticamente imposible, llegar a final de mes, hemos empezado a desconfiar de quien nos vende algo que trasciende lo imprescindible. Podemos vivir sin tomar un café a media tarde con los amigos. Sin vernos más guapos, ni oler a perfume. Algunos han aprendido a verse como personas que necesitan trabajar para comer. Y ya. La crisis nos ha hecho hostiles al gasto intrascendente y los más gruñones se quejan entre dientes de que los comercios nos inviten a celebrar Halloween. ¿Para qué necesito algo que no sea comer o pagar el recibo del agua? Pero hay un poso de deseo aplacado en esa mirada quejumbrosa, cuando no cínica. Un deseo que no puede existir cuando se llega al último miércoles de mes en números rojos, pero que se da en quienes tienen la suerte de conservar su empleo y tener algo más de margen. Un deseo que puede venir alimentado por la publicidad, por quienes generan el impulso por algo que ni siquiera nos hará felices, claro, pero también de lo que necesitamos para que sobreviva al naufragio financiero lo que hay de no orgánico en nosotros.
En la desconfianza, hay anhelo y nostalgia. La búsqueda de una excusa para vencer el desánimo y celebrar. Festejar lo que sea. Halloween, la castañada, que el crío ha aprobado un examen, que le han renovado el contrato de trabajo un mes más. Mientras paseo, celebro la voluntad de quien al otro lado del mostrador se esfuerza en limpiar su trozo de calle –que es nuestro, de hecho– y darle color. Me alegra quien, a pesar del fin de mes cercano, compra un puñadito de panellets o castañas, un regalo barato para un buen amigo a un tendero que tal vez gracias a ese ingreso extra podrá también gastar en el local de al lado para comprar algo que compartirá esa noche en familia; tal vez con esa parte de la familia que no puede permitirse pensar en lo innecesario necesario y de la que no puedo olvidarme en este pensamiento. Celebro a los que se esfuerzan en sonreír y velan lo intrascendente que tanto necesitamos más allá del hecho biológico.
De los pequeños comerciantes y compradores que se afanan en los momentos felicidad prescindibles, en los placeres discretos, y no los negocian proceden los pocos colores brillantes que espero que mis hijos puedan llegar a observar cuando algún día comiencen a corretear por el barrio, quizá camino de una librería recién abierta o una tienda de juguetes. III