Ahora hablamos varias veces al mes, en algunos casos incluso varias veces a la semana y desde hace un lustro, más o menos, hemos conspirado con nuestro entorno para reservarnos un jolgorio gastronómico estacional, que venimos cumpliendo prácticamente a rajatabla —nunca mejor dicho— desde entonces. Empezamos comiendo al albur de los conocimientos individuales en cualquier lugar recomendable, esforzándonos cada día un poco más por mejorar los manteles, habida cuenta de que eran cuatro comidas al año y el presupuesto lo hacía tolerable. Y, ya hace un par de años, nos confabulamos para conocer los mejores rincones de nuestra geografía gastronómica más próxima, de la mano de los republicanos de Cubat. Ahora os explico. Dejarme antes que incida sobre un compromiso incumplido del pasado verano. Habida cuenta de que somos gente del oficio, a quienes cuesta tanto escribir como comer —es decir, mucho— y en consecuencia gente extraña que en lugar de exigirse menos, cada día se exige más, nos confabulamos para escribir una crónica de nuestros encuentros que glosara tanto los platos como las esencias. Esto es, tanto lo que nos entra por la boca en cada encuentro, como lo que penetra en nuestro interior por la vista, los oídos, la nariz y la piel y se transmuta en la química de nuestras entrañas en placer, sosiego, razón, criterio, sentido y paz, que es de lo que se trata, en última instancia, cuando se ingiere calidad mientras se conversa cantidad.
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Esta que tenéis en las manos es la primera crónica, que debió ser la segunda por el compromiso incumplido, ya digo, de la comida veraniega. Tener en cuenta que yo soy Sócrates Martínez, especialista en hablar preguntando, pero me tengo por un disoluto total al que le cuesta horrores poner una palabra tras otra y conseguir que juntas tomen sentido.
Y ahora os explico lo de Cubat. Los republicanos de Cubat son un conjunto de profesionales de la olla repartidos por esta tierra que nos da cobijo al albur del curso bajo del río. Nueve cocineros, nueve entornos y nueve milagros culinarios que os vamos a ir detallando en estas páginas para que los gocéis con nosotros, sin pedir nada a cambio. Somos tres idílicos comensales que pagamos nuestras comidas —religiosamente, por orden de prelación— y que encima no cobramos por contarlas, atendiendo a nuestro personal e incomprensible declive mercadotécnico. Y ya llevamos recorridos casi todos los fogones de los republicanos, que prometemos revisitar para daros esa sana envidia, que se resarce, siguiendo simplemente nuestros pasos.
Dicho lo cual, vayamos a lo acontecido el 30 de septiembre pasado —otoño, ya— cuando visitamos los manteles de Can Rafel. Quedamos a las 14,30 previa reserva y ahora os presento al plantel. Un servidor, ya sabéis mi nombre, a quien cualquier cocido le interesa, que no le hace ascos a ninguna cocina conocida —ni siquiera a las que los sabios nos indican que vendrán— y que no tiene preferencia alguna por las viandas diversas, sean de animal, vegetal, mineral o espíritu maligno que, más o menos manipuladas, se presten a colarse humildemente por el gaznate. Es decir, no soy exigente en casi nada y menos en el comer, siempre que se trate de un ejercicio de alcurnia. A mi derecha, —siempre por accidente— , Alberto Camús Murciano, hombre de bien donde los haya, algo existencialista aunque lo niegue, ensayista de los conocimientos diversos, filósofo de las esencias inmutables, contradictorio y cabal. Un tipo raro que habla tan bien como escribe y piensa tan bien como habla, al que le encantan los viajes exóticos, las lecturas difíciles y comer con amigos, casi tanto como ir al futbol a Cornellá donde puede expandirse en el sufrimiento constante, al que parece querer habituarse sin malas conciencias. Y delante, —nunca enfrente— George Tintín Pérez, como su nombre premonitorio, un personaje multifunción y a juzgar por su humor inalterable, probablemente multiorgásmico. No he conocido en el mundo individuo más tenaz. Inasequible a todos los desalientos imaginables, es ese tipo de gente en peligro de extinción, para quien el trabajo es un regalo del cielo, los proyectos, la alegría de vivir y los amigos, el espacio vital donde compartirlo todo. Los dos comen muy bien y eso es un lujo. Alberto y yo nos turnamos para ser los primeros, pero George siempre es el último. No sería él si nos tuviera que esperar. Así que cuando llega, ya estamos tomándonos una cerveza a la espera de sus atrevidos consejos culinarios que siempre suelen acertar. Como otras veces, nos pronunciamos por el menú degustación, con maridaje de vino de la casa: de correcto a muy bueno.
Can Rafel está en la punta de un cerro. Pertenece a Cervelló, pero se accede por dos caminos, el propio, desde el centro de su municipio a 5 Km. y el prestado, desde la vecina Corbera, quizás el más tradicional de todos. No os será difícil llegar — urbanització de Can paulet— pero hay que consultar un mapa. El lugar es un hotel de descanso familiar y desde hace tiempo cuenta con unos fogones excelentes, una vista esplendorosa y unos aledaños envidiables donde lo mismo se puede pasear que jugar al golf mínimamente. La primera masía es del siglo XVI pero apenas se conservan unas paredes que dan idea del paso del tiempo. El hotel lo regenta desde antiguo la familia Roig, que primero se hicieron hosteleros y más tarde cocineros excelentes. Ahora han dejado el peso de la cocina en manos del catalán Gorka Barahona, con nombre vasco y formación ecuménica y de altura, como baluartes de calidad
Los platos. Ya digo que comimos el menú degustación y, como que no había costumbre no me apunté el sofisticado y elegante nombre de los platos. No se desorientarán: pidan lo mismo que nosotros e irán servidos. Seis exquisiteces, pequeñas de espacio, como corresponde a la cocina creativa y ajustadas de precio que, en este sentido resulta innovador. Nada más sentarse, un aperitivo de chips de yuca que Alberto no probó porque me hizo esperar y que George ni siquiera pudo oler porque a aquella hora estaba echando humo en un atasco. Luego seis platos: dos con pintas de entrante, otros dos con proteínas animales de las de siempre, o sea carne y pescado, un saliente y el postre. El primero, un dedal de gazpacho con un huevín de codorniz a juego. Muy rico, claro. El segundo, una delicia de salmón con mango y albahaca o cosa parecida, que se prestaba a la reconsideración. El tercero, un pellizco de lubina a la plancha con frutos exóticos, excelentemente condimentado. El cuarto, una ambrosía de carne adobada con arroz de sabores —no se titula así, pero es igual—, también muy gustoso. El quinto un foie mi-cuit con galleta de almendra que estaba para repetir, y para cerrar, un coulant de chocolate con heladito. Tomamos cafés y contemplamos el paisaje.
Son pequeños bocados. Pequeños pecados. Pero como son tantos, nutren y cunden, no hay desperdicio y dejan satisfecho. Es la cocina del placer, la cocina de los sentidos porque el emplatado podría ser un óleo o una foto, pero es una realidad comible. Así que nos lo pasamos muy bien, hablamos mucho, quizás demasiado. Cuando me vuelva a tocar escribir daré más detalles. Ahora conformaros con la amenaza y con saber que en esta comarca nuestra se come de maravilla. Lo juro.A nosotros, las estrellas Michelin nos aparecen —en forma de michelines— en el abdomen. Y ya está. III