Y se me ocurre que no hay una imagen que inspire la noción de hogar, la calidez, como la luz al otro lado de las ventanas. Quizá porque la luz sea en mi sustrato cultural símbolo de ideas nobles como Dios, el conocimiento, la esperanza o la maternidad, pero también porque cuando camino solo, de noche, en un barrio que no es el que habito y con el invierno a doce grados doliéndome en las manos, añoro la calidez y la familiaridad del piso del que he salido hace unas horas.
En la neblina lumínica que contornea las calles vibran los acordes de los villancicos tardíos, el aroma a almendra de los turrones. Alcanzo la Avenida Miraflores, ya más cerca de casa. Cruzan su cielo estrecho bombillas que forman círculos de colores. Que el 25 de diciembre es Navidad en L’Hospitalet es una evidencia. Pero también es la segunda noche de Janucá y busco instintivamente, a derecha e izquierda, dos candelicas que revelen un hogar discretamente judío. Me pregunto si intuirán los dos fumadores en la puerta del bar, el camarero chino detrás de la barra, detrás del cristal, o la madre suramericana con la que acabo de cruzarme, que cuando llegue a casa prenderé dos velas más una y que pronunciaré bendiciones en hebreo.
Quizá si el Ayuntamiento –en su loable y necesaria voluntad de integración de las distintas culturas que conviven en la ciudad– prestase la misma atención a las festividades judías que a las de otros colectivos, algunas personas más sabrían que Janucá está sucediendo y que hay en L’Hospitalet judíos que lo celebramos aunque no haya en la ciudad sinagoga, ni asociacionismo israelita y seamos una pequeñísima y discreta minoría. Sabrían también que no es “la Navidad de los judíos”, como algunos saben erróneamente, y que, de hecho, no todos los años coincide con Nochebuena. Para la mayor parte de los habitantes de L’Hospitalet, por desgracia, el judío sigue siendo el Otro, un desconocido, a menudo definido en base a versiones suavizadas de los estereotipos antisemitas enraizados en el imaginario europeo.
Así, muchos no saben que Janucá se celebra durante ocho noches y tiene su origen en los libros de los Macabeos. En el segundo siglo antes de la Era Común, los seléucidas tomaron Jerusalén. Antíoco Epifanes persiguió a los judíos al tiempo que prohibió la observancia del shabat o la circuncisión e incluso construyó un altar dedicado a Zeus en el Templo de Jerusalén. Pero el sacerdote Matitiahu se negó públicamente a sacrificar cerdos en el Templo y asesinó al oficial invasor que trató de imponérselo, prendiendo así la llama de la resistencia hebrea. Tras su muerte, sus hijos, capitaneados por Iehudá el Macabeo, lideraron la oposición a las fuerzas extranjeras, lograron recuperar la ciudad y se volvió a consagrar el altar que había sido impurificado con la introducción de ídolos paganos. Durante la restitución del Templo sucedió un milagro que es rememorado cada año a partir del 25 del mes de Kislev (a finales de noviembre o durante diciembre): debido a la escasez provocada por la guerra, sólo se disponía de aceite para prender las luces de la menorá durante un día y, sin embargo, se mantuvo iluminada durante ocho jornadas, hasta que se pudo conseguir más aceite.
De ese pasaje proviene que, durante ocho noches, los judíos coloquemos junto a la ventana o frente a la puerta de nuestras casas un candelabro con nueve brazos. En un brazo más elevado que el resto se coloca el shamash (vela que se emplea para prender las demás) y cada noche se enciende una vela más hasta llegar a ocho. Junto a la lumbre, en la séptima noche, nos reuniremos unos cuantos amigos para disfrutar de la charla; comer latkes (tortas de patata y cebolla fritas), sufganiot (parecidos a las berlinesas) y monedas de chocolate. Hablaremos del trabajo, de la familia… Y de fondo quizá suenen melodías sefardís, aunque el jazz al estilo Nueva Orleans es también una opción probable. Estará sucediendo al otro lado de una ventana cualquiera. Es Janucá.
También en L’Hospitalet. III