Decenas de platos, kilos de carnes, ostras, foie, quesos, excelsos vinos… Si uno piensa en un gran banquete, probablemente le vengan a la mente imágenes de la conocida película El festín de Babete; o quizás imagine la histórica cena con la que Sir Robert Dudley, conde de Leicester, agasajó a su amante la reina Isabel I de Inglaterra en 1575; o del tantas veces citado banquete de los sabios que Ateneo de Náucratis narra en sus volúmenes homónimos. Esas placenteras comilonas, cuyo objetivo era la discusión intelectual y/o el placer esteta en torno a una fastuosa mesa, están muy lejos del concepto moderno de buffet en el que todos hemos acabado –incomprensiblemente- alguna vez. Los quesos con denominación de origen y las centollas a la fugue y, en su lugar, unas croquetas congeladas, pollo recaentado y pastas pasadas de cocción con salsas de dudoso pedigrí. La experiencia se sucede, además, en un espacio de colas y olores variados donde los camareros no te explican las características del vino que has pedido…