Pero como el independentismo ha llevado hasta ahora la ventaja en lo que respecta a la movilización y al mensaje, al discurso interior y al relato estratégico, le da la sensación que la aplicación del 155, que todo lo rompe, va a amplificar la crisis más allá de la Moncloa y va a afectar a la estabilidad internacional y con ella al control económico, social y político. Con ese deseo de que la crisis catalana se convierta en una crisis europea, se va a declarar en breve la república independiente de Catalunya. Vano intento, otra vez más. En la carta del lunes, Puigdemont no respondía ni que si ni que no a la pregunta sobre si el día 10 había declarado la independencia. En la carta de hoy, anuncia directamente la proclamación ante la amenaza del 155. Y lo hace a través del mecanismo legislativo que se aprobó en septiembre, es decir mediante votación en el Parlament.
No hay muchos días para ello. Probablemente dentro de una semana el Parlament de Catalunya dejará de tener atribuciones legislativas, exactamente en cuanto lo determine el Senado. Antes de una semana, por lo tanto, habrá pleno del Parlament y votación para la proclamación de la república. Éxtasis para muchos.
Desgaste, conflicto
Ese es el tiempo exacto para ver en que para el resto del autogobierno en Catalunya. Rajoy y su gabinete han tenido mucho tiempo para prever los pasos a dar. Su pericia hasta ahora, sin embargo, nos demuestra que no ha sido capaz de marcar los ritmos ni de llevar la iniciativa. No ha habido, por ejemplo, informaciones cabales sobre si podrá o no podrá convocar elecciones. Tampoco se sabe como impedirá que siga funcionando el ejecutivo catalán, que siga ejerciendo como President el propio Puigdemont, si es que se le mantiene en el cargo. Si se permitirá la existencia de una asamblea de electos y si habrá algún control de la calle y de las organizaciones convocantes. Respecto a todo ello habrá confrontación, desgaste, conflicto. Si el gobierno Rajoy funciona como hasta ahora, la incertidumbre se va a eternizar…
Lo más significativo de lo que ha ocurrido últimamente, en mi opinión, es la negativa unánime del bloque independentista a convocar nuevas elecciones. El ejecutivo central, en una pirueta comprensible, llegó a afirmar oficiosamente que aunque Puigdemont declarara la DUI, si a su vez convocaba elecciones, incluso bajo el apelativo de Constituyentes, no habría 155. Los secesionistas podrán argumentar –lo han hecho insistentemente– que los requerimientos de Rajoy que ponían en marcha el controvertido artículo 155 fueron un intento de humillación, porque obligaban a decir que no se había proclamado la república, cuando podía perfectamente intuirse la realidad. Su argumentación se desmonta con el último movimiento de convocatoria de elecciones pese a la DUI. El gobierno no ha estado interesado en humillar –quizás por primera vez en mucho tiempo– sino en evitar la confrontación absoluta si el independentismo aceptaba legitimarse de verdad a través de las urnas: esa mayoría que no tuvo en votos en el 2015, o ese resultado del 1-O que no se podía dar por válido.
Ha sido el último movimiento de riesgo, porque en realidad no hay ninguna certeza de que unas nuevas elecciones no reforzaran el bloque secesionista. De hecho, cuando en su carta del lunes Puigdemont habló de que un 47,7% había votado en el 2015 a favor de las tesis independentistas y de que un 39,1% lo había hecho explícitamente en contra, no decía totalmente la verdad pero tampoco mentía. El porcentaje de Catalunya sí Que es Pot que servía para una cosa y para lo contrario, tendría ahora un escenario bastante más complejo porque en un ambiente de extrema polaridad, su poco meditada ambigüedad, le convertiría probablemente en una fuerza irrelevante y buena parte de su porcentaje si inclinaría hacia uno u otro bando. Es verdad que la mayoría de catalanes con derecho a voto irían, esta vez sí, a votar en masa. Pero nada de esto garantizaría que el bloque contrario a la secesión registrase una mayoría consolidada.
Así están las cosas. Es verdad que las elecciones clarificarían notablemente el panorama, pero no necesariamente a favor de la unidad del Estado. Es evidente que una mayoría a favor de la independencia de Catalunya en votos y en diputados, después de todo lo que hemos vivido, haría muy difícil cualquier otra salida que no fuera negociar la secesión.
No quieren elecciones
Por eso es tan extraño que quienes tienen tan poco a perder, se nieguen obstinadamente a esta alternativa. Dicen que para revalidar el resultado no hace falta volver a las urnas. Pero ignoran el caudal de legitimidad indiscutible incluso para la comunidad internacional –que me temo que se vería forzada a reflexionar una salida razonable, esta vez sí– si lograran un resultado favorable. Puede ser que teman un resultado adverso que les haría retroceder al año 2012, ahora que acarician con tanta delectación el ansiado nuevo Estado. Pero acariciarlo no es conseguirlo, ni mucho menos.
En cualquier caso las elecciones serían la mejor opción ante el panorama de la refriega. Frenaría la escalada de posiciones y permitiría poner el acento de nuevo en algo que se está liquidando antes incluso de nacer y que, en mi opinión, da la dimensión del escaso nivel de nuestros estadistas: la Comisión Territorial del Congreso.
En este clima, el PNV no quiere participar, tampoco los nacionalistas catalanes, y ahora Podemos lo deja en suspenso. Solo PP, PSOE y Ciudadanos están por la labor y con ellos solos la reforma Constitucional no es creíble. Quizás sea verdad que con este ambiente discutir de futuro es una entelequia. Pero peor es mantenerse en el pasado como hacen todos. En mi opinión, seguir reclamando como si tal cosa un referéndum pactado como reitera Podemos cada vez que alguien le interroga, es no darse cuenta de la soledad en la que se encuentra. El referéndum pactado ya no lo reclaman ni los independentistas, ¿para qué lo necesitan cuando consideran que ya se ha hecho y lo han ganado abrumadoramente?
Ahora no queda otra más que posicionarse. A un lado, al otro o… en medio, pero de una manera clara, sin ambigüedades, sin sonrisas a los extremos. La equidistancia no es ambigüedad pero requiere para mantenerse sin presiones, un lenguaje propio, mensajes unívocos y voluntad de diferencia. Vale para cualquiera, por cierto.