A la cacereña Plaza de San Mateo uno se encarama con dificultad. Fuera, el rigor estival marca 47 grados. Extremadura siempre fue el centro neurálgico del despiadado calor estival. El calor no escapa a tierras extremeñas. Menos cuando no es agosto. Entonces se pelan de frío, encienden el brasero y recogen el agua a capazos. Quienes no la conocen, hablan de Extremadura como una tierra árida, seca. Pero su fértil tierra rezuma higos y sabores ibéricos. Sabe a pan de hogaza, a perrunillas, a gañotes, a comino, a orégano y a sandía de secano, que todo el mundo debería saber que es la mejor del mundo. Una alacena surtida de buen vivir. De un vivir sosegado y placentero. Mucho se equivocan quienes no entienden que vengamos al canicular sur de veraneo. Y qué atrevida es, a veces, la ignorancia.