Son un grupo diverso de guardias civiles que participaron como policía judicial en registros, detenciones, requisas, etc. Y que se las vieron de todos colores en aquellos días, increpados por quienes se oponían a su labor. No es grato que a uno le llamen hijo de puta o que le chillen, le zarandeen el coche, le pongan trabas a su labor oficial, pero eso no debiera implicar comulgar con los criterios de la judicatura, del fiscal, del instructor. Se supone que son guardias civiles, que cumplen órdenes, y que no tienen porque simpatizar o todo lo contrario, con los procesados. Y sin embargo…
No todos, pero una buena parte de quienes testifican se esfuerzan por dar detalles perjudiciales para los acusados, se regodean, con esa falsa displicencia del trabajo profesional, en la violencia desencadenada, en el riesgo sufrido y en la apariencia de rebelión implícita en todo cuanto se produjo en aquellos días. Ya digo que no todos, porque alguno incluso dijo que era lógico que les increparan porque les estaban requisando el material necesario para votar, que es de lo que se trataba… El mismo, creo recordar, que citó a Quim Torra como uno de los ciudadanos que se pasó en aquellos días por la nave de Unipost, creo recordar, para contemplar in situ las papeletas de votación.
Esta actitud, agresiva en el fondo, de quienes están obligados a decir la verdad, tropieza mucho más de lo que ha tropezado hasta ahora con el cabreo sosegado de las defensas, que se empeñan en mostrar las contradicciones en los testimonios y en las arbitrariedades que a su juicio se contemplan en los atestados y los informes que forman parte de la materia utilizada por la instrucción y, por lo tanto, por las acusaciones.
Y vuelven a poner a los Mossos de Esquadra en un foco del que Trapero y los suyos quisieron sacar al Cuerpo sin demasiado éxito. De nuevo, los guardias civiles se quejan a quien quiera oirlos —y ponen las orejas bien abiertas, la fiscalía, la abogacía del Estado y la acusación popular, que insiste e insiste— de la falta de solidaridad y de implicación del cuerpo autonómico. Eran compañeros, pero parecían enemigos o por lo menos iban a lo suyo.
A todo ello, Marchena pone siempre que puede su voz y su autoridad, en ocasiones condescendiente, en la mayoría de las veces taxativa. La ley se lo permite, y lo que le permite, lo ejerce sin contemplaciones. A mi esta ley no me gusta. No me gusta que la autoridad se revista de autoritarismo. Prefiero el poder de la convicción, de la autoridad moral. Pero la Ley de Enjuiciamiento Criminal, probablemente, no entiende de recomendaciones morales y si en cambio, mucho, mucho, de determinaciones concluyentes. Y eso lo sabe Marchena y lo pone en práctica a cada paso.
Ya digo, el juicio ha entrado en una fase de aburrimiento no exento de sorpresas. Lo que digan los guardias civiles, lo que ya han venido diciendo hasta ahora, está cargado de intencionalidad. No es que esté mal, es que resulta demasiado evidente a estas alturas. Las defensas se esfuerzan por quitarle crédito a sus valoraciones, destacando solo lo que puede ser probado. No sé muy bien si lo consiguen.
A todo ello, el clima no ayuda. Torra se obstina en la resistencia a la legalidad y en este contexto, todo lo que huele a sostenella y no enmendalla, perjudica más que beneficia a cualquier relato exculpatorio. No se debe olvidar que este juicio tiene muchos componentes, quizás demasiados. Pero el aroma de resistencia que se produce fuera de ese contexto judicial, contamina esta atmósfera en la que todo cuenta.
Ya veremos qué hará la Junta Electoral Central con esa tontería de los lazos amarillos y de las esteladas. Desde luego, la excusa de Torra para decidirse es sonrojante. El Síndic de Greuges ni tiene atribuciones ni debiera tener opinión. La ley hay que cumplirla, y desobedecer a la ley, tiene consecuencias, como se está viendo casi cada día.
Mañana más de lo mismo…