Ni los juristas especializados tienen opiniones diáfanas sobre qué delitos de los que se acusan a los procesados resultan ahora ya claramente demostrados, ni nadie entiende demasiado bien para que están sirviendo las larguísimas, reiterativas y poco interesantes declaraciones de testigos de uno y otro lado de las bancadas, como no sea para poner de manifiesto que, aunque existe una única realidad, las verdades se ven con ojos enfrentados.
Todo es opinable. También el modo como se ve la realidad. Lo que no debiera ser opinable es la realidad porque, o nos ponemos de acuerdo sobre la realidad o va a ser muy difícil entenderse. Ya sé que algunos filósofos la discuten, porque la realidad solo puede entenderse con los ojos abiertos (si los cierras, lo que es real deja de ser real para ti), pero lo que parece necesario es utilizar los mismos códigos, más allá de la interpretación de los filósofos, para saber de qué estamos hablando. Si incluso nos podemos de acuerdo sobre las convenciones, sobre aquello que nos debe servir a todos, veamos las cosas como las veamos, cómo vamos a ser capaces de discutir lo que es real. Los números resultan indiscutibles para entendernos: son evidencias. Con las palabras debiera suceder lo mismo porque determinan conceptos y, o nos ponemos de acuerdo sobre los conceptos y su correlación verbal en palabras, o no habrá manera de ponernos de acuerdo sobre de qué hablamos.
Y en el juicio del procés, si alguna cosa resulta turbadora, es esa contumaz negación a considerar la realidad como algo objetivo y a mutarla en la subjetiva forma de verla. No es que sea una excepcionalidad. En política suele ser lo normal porque más allá de la gestión de la propaganda como arma de convencimiento inmediato, casi siempre se toma la realidad por el deseo y se aplican irracionalmente los maximalismos. Yo tengo soluciones a todo. Mi oponente a nada. Yo siempre digo la verdad, él siempre miente…
En la aplicación de la justicia, determinar la realidad y no el deseo, es fundamental para no castigar al inocente y para no perdonar al culpable. Por eso es la norma confrontar las verdades y acercarse a una realidad que el sentenciador —pero tampoco el defensor o el acusador—, no presenció en directo. Es imprescindible, en consecuencia, que quienes vieron lo que pasó, los testigos, digan la verdad. La verdad objetiva, la verdad real, no la deseada. Lo cierto es que no suele ocurrir que los testigos digan la verdad desnuda. Por eso hay tantos y tan diversos en un juicio importante y por eso su testimonio suele ser tan clarificador, justo con las pruebas documentales que resultan ser muy elocuentes.
Lo dramático en juicios como estos, donde no hay un componente de lucro, de venganza, de maldad intrínseca en los acusados, sino que hay un peso enorme de las ideas, de los sentimientos y del instinto que les pueda haber llevado a actos penalmente condenables, el testigo de parte suele estar igualmente contaminado por su apreciación subjetiva de la realidad, no por la realidad misma.
No otra cosa puede explicar las versiones absolutamente contradictorias entre policías y ciudadanos el 1 de octubre o el 20 de septiembre, cuando es evidente que hubo una única realidad en cada caso. Realidades, además, que son tan elocuentes, que las versiones producen sonrojo por su infantilidad. Todo el mundo sabe, porque lo ha vivido de cerca o porque lo ha visto reiteradamente en la televisión, que en los enfrentamientos entre policías y manifestantes suele haber insultos, miradas de odio, violencia policial y a veces de los manifestantes, golpes, abucheos. No hacía falta ni un solo testigo por una parte o por la contraria para dar cuenta de lo ocurrido. Además, en este caso, hay decenas de vídeos. ¿Por qué, entonces, tantas horas de reiteración, tantas evidencias de verdades subjetivas que no acercan en absoluto a la realidad de los hechos? ¿Por qué ese empeño en contrastar testimonios sobre unos hechos tan evidentes?
La respuesta no es sencilla porque tiene una base jurídica muy compleja que es la que ha contaminado todo el procedimiento: la acusación de rebelión, que implica muchos años de cárcel y sobre la cual se pergeñó la prisión sin fianza que ha producido esta fractura social y que está en la esencia misma de la negativa a considerar la realidad objetiva y a disfrazarla de deseo permanente.
Todo fue muy mal desde el primer día. Pero en el momento en que se pasó de la política a la judicatura, se sentaron las bases para negar la realidad. La política no supo preservar al Estado y esto tuvo que hacerlo la judicatura, a contrapelo y sintiéndose falsamente utilizada. La justicia respondió a la política, crispando los ánimos, merced a una apreciación del delito a todas luces exagerada. No parece que haya existido rebelión y no parece que 500 testigos sean capaces de demostrarlo.
Pero lo peor no es solo eso. Lo peor es que se está asumiendo que no ha habido una realidad sino varias, que no existe una sola realidad sino que cada uno tiene la suya. No existe la República, claro; no existió referéndum, claro; no existen presos políticos, claro; no hubo rebelión, claro; no hay exiliados, claro; no hay golpistas, claro… Pero unos y otros defienden y expresan lo contrario, reiteradamente. Probablemente no intentan convencer a nadie, porque todo el mundo ya tiene opinión al respecto, pero insisten hasta la saciedad, en un ejercicio irrelevante que tiene más de refuerzo de su propio convencimiento grupal, que de pretensión razonable de contribuir a restablecer la verdad objetiva, si es que existe.
Habría que utilizar palabras y conceptos entendibles para todos. Hacer un esfuerzo por despojar de sentimientos propios lo que es la evidencia. Para entendernos. No hace falta más. Hace falta entendernos, saber que todos utilizamos el mismo código, porque si no, el diálogo es imposible.