Artículo publicado el 8/2/2006 en ABC
X. Pérez Llorca | Miércoles 08 de febrero de 2006
¿Tan difícil es reconocer la realidad? Sí, ya sé que sí; pero no deja de sorprenderme cada día.
A propósito del recurso presentado por el etarra Henri Parot, leo según en qué prensa, no ya opiniones diversas, si no hechos diferentes. Es sabido que el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, estaba molesto con el fiscal de la Audiencia, Fungairiño, dadas sus diferencias de criterio sobre el modo en que se han de aplicar las penas impuestas a los terroristas. Diferencias que se ventilaron con el cese inducido o renuncia voluntaria del segundo. Hasta aquí, entiendo que cada medio pueda ofrecer a sus lectores diferentes versiones sobre un mismo hecho -la sustitución de Fungairiño-. El caso es que las diferencias en lo leído no son de matiz, son sustantivas. Para unos, los fiscales del Tribunal Supremo de forma unánime mostraron su adhesión a las tesis del fiscal en jefe; otros nos explican que dos de esos fiscales unánimes manifestaron públicamente su desacuerdo con el criterio de Cándido Conde-Pumpido. Leído lo uno y lo otro, me pregunto si la opinión de los fiscales del Supremo se expresó de forma unánime o no. O coincidieron todos o discreparon dos ... Y es que hemos llegado a un punto en el que, no es que haya opiniones diferentes, es que se manipula la información. ¡Por favor! Los lectores tenemos derecho a que los medios de comunicación ofrezcan datos precisos, si quieren acompañados de valoraciones subjetivas que a buen seguro condicionaran nuestra opinión, pero... Primero informen de los datos exactos. Tenemos derecho a disponer de información veraz para poder opinar.
¿Por qué se llega a mentir informando de hechos cuya falsedad es palmaria? Creo sencillamente que porque la mentira funciona. Muchos, muchísimos de los informados a través de un solo medio, no tienen -ni quieren tener- más información que la que les suministra su comunicador habitual.
Pensando en estas cosas recordé el refrán que más o menos dice «nada es verdad ni es mentira, todo depende del color del cristal con que se mira». Y es verdad. Es una observación antigua como el propio dicho y cierta.
Pensando en todo esto busco un libro que me interesó en su momento, publicado en 1998 por Juan Luis Cebrian, «La red». Y releo: «En el libro VII de la República, Platón cuenta el famoso mito de la caverna (...) Nos movemos en un mundo de apariencias, de opiniones, y estamos lejos del conocimiento verdadero. (...). Los telespectadores, tan pasivos como los prisioneros platónicos, no tienen otro remedio que contentarse con la realidad que les sirve la televisión, esa caja de luces y sombras que no proyecta sino una figuración de la auténtica existencia».
Curioso, ¿no?. Sí, comparto la opinión de Cebrian. La mía no tiene relevancia, pero la suya sí, dada su posición estelar dentro de la galaxia de medios de comunicación españoles.
La opinión colectiva de un pueblo, si siempre fue manipulable, hoy es un objetivo asequible para los grupos de opinión que dispongan de la estructura necesaria: diarios, televisión, radio. Al final, cada ciudadano mira a su alrededor, un día detrás de otro, a través del cristal que compró un día o que le regalaron cuando nació. No hay tiempo ni curiosidad en mirar a través de otro cristal. La falta de curiosidad acaba matando la verdad. Sustituimos lo auténtico por la percepción que nos llega de los hechos. Y cada día la distorsión es más aberrante porque cada día el riesgo de que el informado mire también a través de un cristal de otro color es más improbable. Se tiende a fidelizar al informado ofreciéndole más cristales del mismo color, sean revistas, radios o televisión, pero del mismo color.
Los debates públicos año tras año pierden enjundia y profundidad porque sus protagonistas son conscientes de que se impone no quien mayores razones articule o quien las exprese de forma más brillante, sino quien sea más empático. Lo que en realidad quiere decir, quien sea más corriente, más común; quien cultive mejor el ego de los receptores del mensaje. Abocados a la vulgaridad por necesidades electorales, la clave está en controlar la comunicación.