Desde abril, y no es por casualidad, claro, la corrupción y la economía en general, -excluyendo el paro, que sigue siendo el problema número uno- han quedado desplazados del segundo lugar por “los políticos”. Suele ser un tema recurrente, sobre todo cuando están permanentemente en el escaparate mostrando sus intransigencias y sus incapacidades.
Que nos hagan votar muchas veces, sobre todo cuando no paramos de ir a votar con la pinza en la nariz como es el caso de las generales, atosiga, pero que no nos llamen a votar en las autonómicas cuando resulta imposible el bochorno del desgobierno, todavía encrespa más y alarma en demasía. Que ahora la clase política sea el segundo problema del país no hace más que reflejar una realidad que no es nueva. No nos gustan, en general, los políticos que tenemos y debiéramos preguntarnos por qué. Como es tradicional, cada ciudadano debe tener una razón particular e intransferible, pero debe haber una razón más o menos universal que concite tales aversiones globales y yo diría que esta tiene mucho que ver con la falta de reconocimiento de la profesión. Y es que cualquiera puede ser político y para ello solo necesita que alguien le ponga en una lista y que otros muchos le apoyen por ese simple milagro. Da igual en qué lista: en una electoral o en una orgánica. La política es una carrera de fondo, pero para ponerse en la salida hace falta una punta de apoyo y un poco de éxito para coger carrerilla. Lo demás tiene que ver con los méritos propios que se valoran en función del sentido de la oportunidad: si vas demasiado deprisa y criticas a quien no debes, entras en vía muerta. Si tardas demasiado en ser visible, te jubilas antes de empezar.
Difícil cambio
Pero lo peor no es que los políticos al uso manifiesten valores que tienen más que ver con la destreza que con la vocación de servicio. Lo peor es que su poder es enorme y difícilmente controlable… sin eso, sin controles. Cualquiera diría que para que cambien los políticos, para que dejen de ser problema, habría que cambiar a los partidos que son quienes les otorgan relevancia. Pero los partidos son muy difíciles de cambiar desde fuera, desde la sociedad y las leyes, por lo que para cambiarlos desde dentro es preciso un compromiso que muy pocos ciudadanos están dispuestos a adquirir y además, añadirle un esfuerzo inmenso, probablemente abocado al fracaso.
Pero hay otra manera de influir sobre los políticos y esa es potenciar los controles sobre su labor y, en consecuencia, limitar su poder sobre lo que es de todos. Porque ahí, en lo que es de todos, radica el daño capital. Como lo que es de todos, acostumbra en estas latitudes a no ser de nadie, la clase política ejerce sobre lo que es de todos un control absoluto, sin que podamos apenas intervenir. Y es sobre lo que es de todos sobre lo que hay que ejercer los controles y las limitaciones de la clase política.
Dos ejemplos — y hay muchos más— desapercibidos de lo que es de todos: el presupuesto y el espacio público. Sobre el presupuesto y sobre el espacio público la clase política ejerce un poder absoluto y ya se sabe que el poder absoluto corrompe absolutamente. Sobre el presupuesto y sobre el espacio público deberíamos exigir controles y por lo tanto, reclamar limitaciones por ley. Un ejemplo: sobre los emolumentos de la clase política, que ahora son libres en todos los niveles orgánicos del sistema democrático. No puede ser que los políticos se pongan los sueldos que quieran sin limitación legal. Sobre todo, porque ese dinero es de todos y ellos consideran que no es de nadie, y por eso se permiten el lujo de convertirlo en suyo.
La opinión de los vecinos
Otro ejemplo: el espacio público. No puede ser que cualquier ayuntamiento decida qué se hace en cada palmo cuadrado de su ciudad sin que la ciudadanía muestre su consenso. No puede ser que se ocupe espacio público que es de todos, para que deje de ser espacio público para la eternidad. No puede ser que modifiquen el paisaje de nuestras ciudades porque lo decidan unos cuantos alrededor de una mesa, algunos de los cuales ni siquiera han vivido, viven o vivirán jamás en las ciudades que diseñan o destrozan. No puede ser que un ayuntamiento decida dónde peatonaliza y dónde cobra por dejar aparcar, sin que ningún vecino pueda siquiera opinar al respecto. También para ello debe haber limitaciones por ley porque el espacio es de todos, aunque parezca que no es de nadie.
La ciudad es de todos
Lo que es de todos es lo que todos debiéramos compartir, defender y preservar. Y habría que educar en ciudadanía a los que empiezan —y a los que terminan— para que descubran que un semáforo o un contenedor es de todos y no se debe arrancar o quemar, que una acera es de todos y no se debe ensuciar o quebrar, que los árboles de la ciudad son de todos y no se deben talar o amputar…
Lo que no es de nadie, lo que nos pensamos que no es de nadie, siendo nuestro, acaba siendo de la Administración, y acaba haciendo de ello lo que le place sin tener en cuenta a los que dice representar y defender. Ser ciudadanos es ser conscientes de que lo nuestro se defiende, especialmente ante los políticos que se piensan que todo es suyo, empezando por los tributos.