Escribo este artículo el día en que he escuchado a Gabriel Rufián, parlamentario en el Congreso de diputados, utilizando un lenguaje “burlón” y “despreciativo” hacia aquellos que somos creyentes cristianos. Su tono, en el ámbito donde se ha desarrollado, ha sido claramente ofensivo y lejos del mínimo decoro parlamentario.
Este clima anticristiano y anticlerical ha tenido un largo recorrido entre algunos medios de comunicación o producciones cinematográficas de enorme envergadura. ¿A quién le interesa desprestigiar o ensuciar o adulterar el mensaje original del Evangelio? A modo de ejemplo pondré dos casos del que fui testigo:
1º) Hace escasos días me puse a ver una película policíaca. Mi sorpresa fue cuando los asesinos y violadores eran de una familia ultracatólica. Evidentemente, también aparecía la figura distorsionada de un sacerdote, amigo de esta familia.
2º) En una serie de tv de enorme audiencia escuché el siguiente comentario en un confesionario: “¡¡¡¡Uy!!! Yo creía que los sacerdotes eran gordos, calvos y… pederastas.” Eso sin contar las informaciones que aparecen en según qué cadenas de televisión, donde sólo informan de escándalos o aspectos casi mafiosos de la Iglesia.
Son sólo unos ejemplos del clima que se está gestando desde oscuros intereses, que lo único que pretende es borrar todo referente transcendente. Les provoca pavor que la Iglesia eduque y forme un criterio crítico sobre las carencias sociales.
Mi experiencia vital me ha permitido comparar una existencia con y sin Dios. Durante muchos años había vivido al margen de todo referente religioso… Incluso me atrevía a opinar de forma beligerante sobre la Iglesia, sin previo conocimiento. Con 26 años, alguien se atrevió a invitarme a unas charlas de iniciación cristiana, donde el anuncio del Amor de Dios en Jesucristo penetró esa búsqueda de la verdad que todos perseguimos. Ni el trabajo en un Banco, ni el proyecto de vida personal (con novia) impidió que me ofreciera a vivir el resto de mi vida al servicio de la Iglesia, comunicando aquellos que transformó mi vida.
Sólo puedo decir que semejante experiencia cristiana me permite día a día, aprender a vivir con más intensidad y más gratitud. Hay una forma diferente de vivir, ¡conócela! Ante tanta persecución, he aprendido a responder con la oración y la misericordia. III