Editorial | Sábado 02 de octubre de 2021
Cincuenta años atrás, en cualquier población de la comarca, también en L’Hospitalet, podías pasear y encontrar una vaquería en un bajo comercial; se podía comprar leche recién catada e incluso ver las vacas estabuladas.
Las calles sin asfaltar y los solares asilvestrados, por edificar, también formaban parte del paisaje urbano.
La industrialización, del sur de Barcelona, comportó densificar las poblaciones y obligo a eliminar los focos insalubres; por ejemplo, sanear y cubrir las rieras o eliminar los riesgos sanitarios de consumir leche no pasteurizada o mantener animales hacinados entre bloques de vecinos. El modelo económico generado por la industrialización, redujo los vestigios rurales de nuestras poblaciones.
Hoy en día cualquier iniciativa que aporte carácter rural a una gran ciudad, siempre es bienvenida por la mayoría de la opinión publicada: las restricciones a la circulación de los coches, los huertos urbanos, los cultivos domésticos en las terrazas; por no hablar de las medidas de “urbanismo táctico” aplicadas en Barcelona (de discutible utilidad, como ha puesto de manifiesto recientemente José Antonio Acebillo, ex arquitecto jefe del consistorio barcelonés).
Los defensores de ruralizar las ciudades, acostumbran a sentenciar, que las ciudades actuales no son sostenibles y que “se ha de cambiar el modelo económico”. Como si cambiarlo fuera una competencia o una posibilidad al alcance de cualquier gobierno democrático. La Historia nos enseña que solo en sociedades de economía planificada, se han producido cambios de modelo económico a voluntad de los dirigentes: el gran “salto adelante” de Mao, en China o las colectivizaciones de Fidel Castro en Cuba; dejando de lado la valoración que nos merezcan esos hechos históricos, para lo que ahora exponemos, solo nos interesa destacar que solo en estados dictatoriales un gobierno puede “cambiar el modelo económico”.
Y si los modelos económicos no se cambian por decreto, ¿qué necesidad nos obliga a ruralizar las ciudades y por tanto, limitar el desarrollo del modelo económico propio de las urbes?
Dos consideraciones
Es agradable salir del centro de Barcelona y a menos de 20 Km. encontrar zona agrícola y reservas naturales, circundando el principal aeropuerto de Catalunya. Es un hecho singular que no encontraremos en ninguna gran capital europea: su crecimiento, no lo permitió.
El 94% de territorio de Catalunya, es suelo no urbanizable. Dicho de otra forma, todas las edificaciones, sean viviendas, industrias o equipamientos, más todos los solares susceptibles de ser edificados, sean de grandes urbes o pequeños pueblos, todo sumado, supone el 6% del territorio del país.
Cada cual puede elegir donde vivir. Nadie está obligado a vivir en la ciudad. Pero no podemos pretender vivir en la ciudad como si lo hiciéramos en el campo. Ni podemos condenar a las ciudades a regirse por parámetros propios de la economía rural.
Estas reflexiones nos las sugiere el debate que se ha planteado a propósito de la ampliación del aeropuerto de Barcelona. Las opciones parecen claras: optar por un aeropuerto ampliado que sea referente para cualquiera otra gran capital mundial o limitar su crecimiento salvaguardando el entorno natural actual, conformándonos con disponer de un aeropuerto auxiliar de Madrid.
Quien opte por las medias tintas, se hace trampa al solitario. III