Para que se extremen las medidas de precaución y se esté preparado ante posibles daños colaterales, desde hace décadas, meteorólogos y autoridades bautizan con nombres de pila a los huracanes, las borrascas y los temporales más dañinos.
Está demostrado que, al llamarlos por su nombre “humano”, las incemencias nos ponemos antes en guardia poorque nos resultan familiares. Pero da la impresión de que las administraciones competentes no se aplican su propia filosofía, y por mucho que bauticen a las calamidades meteorológicas y cuantifiquen los desastres, les hacen caso omiso y no actúan con la celeridad y la contundencia que se les presupone para que las tragedias no se repitan.
La hemeroteca lo demuestra. En enero de 2020, a las puertas del confinamiento del covid-19, la tempestad Gloria –la más dura que ha sufrido España desde 1982– causó estragos y dejó a su paso 13 muertos y cuatro desaparecidos. En el Delta del Llobregat, Gloria asoló las playas acarreando una gran pérdida de arena, entre otras heridas. Sin demasiado ruido, la regresión del arenal se repuso con el habitual dragado del fondo de Port Ginesta que cada uño sufraga el Port de Barcelona. Curiosamente, no se le dio bombo mediático pese a que dos playas de Viladecans se cerraron al público, las de Gavà-Mar y El Prat se estrecharon y las humedad interna de las de Castelldefels generó problemas a la hora de instalar los chiringuitos.
Una vez recuperadas las playas, se corrió un tupido velo institucional, se olvidó al Gloria y se finiquitó la temporada de bañistas enarbolando las banderas azules de siempre. Pero el problema subyacía. Algunos técnicos medioambientales ya alertaron entonces (como recogió El Llobregat en su edición de septiembre de 2020) que la devastación del Gloria solo era un aperitivo y que el litoral del Delta corría un serio peligro de desaparecer a corto plazo como consecuencia de las dinámicas marinas (modificadas por la ampliación del Port de Barcelona) y por el inefable cambio climático. Reclamaron medidas estructurales pero quienes tenían que tomar nota, y prevenir un nuevo desaguisado costero, no lo hicieron.
Poco después, la mayoría de ciudades metropolitanas se sumó a la emergente moda de decretar “la emergencia climática”, algo que en algunos casos sonó más a campaña de propaganda institucional que a otra cosa. La prueba es que este último mes de marzo la borrasca Celia ha vuelto a pillar a las playas del Baix tan desprevenidas como las encontró el Gloria y se ha comido millares de metros cúbicos de arena, dejando al descubierto que no se había tomado ninguna medida extraordinaria para evitarlo.
Y encima, con las playas del Delta “en la peor situación de su historia”, según ha denunciado el alcalde de El Prat, Lluís Mijoler, el Port de Barcelona no ha hecho los deberes y no ha realizado su anual reposición de la arena, condenando a las playas de Can Camins y Gavà-Mar a permanecer cerradas o con el acceso restringido como mínimo hasta agosto. Adiós a la temporada estival de baños y golpe bajo para el sector turístico de la comarca.
El presidente del Port, Damià Calvet, ha pedido perdón por el olvido y ha atribuido el patinazo a la burocracia. Aunque antes culpó al Ministerio de Transición Ecológica de sacarse de la manga un informe que demoró el operativo, algo que Mijoler se ha encargado de desmentir. Lo típico cuando algo se tuerce: los gobiernos se pasan la pelota de unos a otros para acabar escurriendo el bulto.
Pero esta vez no vale. Hay que exigir responsabilidades a todos. Desde los ayuntamientos (por no hacer toda la presión que requiere algo tan serio como la regresión del litoral, y más con las advertencias de 2020), a la administración metropolitana (que se ha mantenido en segundo plano), pasando por el Govern (missing) y el Gobierno, que le está empezando a ver las orejas al lobo pero tampoco está impulsando medidas urgentes y ha pospuesto el debate de las soluciones definitivas al próximo otoño.
No hay tiempo. El próximo Gloria o la siguiente Celia ya se están cocinando a fuego lento con el calentamiento global y viendo cómo avanza implacable el cambio climático, la cosa solo puede ir a peor. No valen las medias tintas, o el Baix Llobregat se quedará sin litoral. Hay que actuar ya, con consenso, con unidad, con decisión y con cabeza. O a quien habrá que acabar poniéndole nombre propio no será al temporal que cause la catástrofe definitiva en las playas del Delta, sino a la persona o a las administraciones que no hicieron nada por evitarla.