Se acostumbra a decir que tenemos lo que nos merecemos, sobre todo si vienen mal dadas. Aplicando esta máxima, en caso de crisis económica, social o sanitaria resulta que quienes acaban pagando los platos rotos son a la vez causa y efecto del padecimiento
Suena a engaño, a dejación de funciones, como si los auténticos responsables escondieran su cabeza de avestruz con la esperanza de que la tempestad pase de largo sin salpicarles. Porque siempre puede señalarse al responsable de lo que sucede y, por norma general, los damnificados lo son sin merecimiento alguno.
Uno de los ejemplos más claros de castigo improcedente al que parecemos condenados como Sísifo es el que nos endilga sistemáticamente el sistema sanitario público, ese que atufa a naufragio, a ruina, a tejemaneje, que hace aguas por todas partes y que para nada nos merecemos. Sus carencias son las ruedas de molino con las que se nos obliga a comulgar sin ser de nuestra incumbencia. Y no lo son, pues los firmantes del desaguisado tienen nombre, apellido y, lo que es peor, por indecoroso: siglas.
Enumerar aquí los endémicos tumores estructurales de la sanidad pública resultaría cansino y tan largo como una lista de espera para una prótesis de cadera o de rodilla: recortes, falta de inversiones, salarios que no alcanzan lo moralmente aceptable, jornadas maratonianas que acogotan a los profesionales, desperdicio de talento… Esta es la radiografía, sanitariamente hablando, del Baix Llobregat y L’Hospitalet.
Los médicos de los ambulatorios de la comarca -y, detrás de ellos el resto del personal sanitario- van a ir a la huelga los días 25 y 26 de enero para sacar a la palestra este deplorable despropósito. Y lo van a hacer con todo merecimiento, porque las batas blancas –si se las desliga de tacticismos políticos- no son nada dadas a los paros, al megáfono, la pancarta o las manifestaciones. Qué mal deben andar las cosas si hasta los médicos –a los que se les presupone prudencia, mesura y seso- salen a la calle a proclamar que están cansados de tanta tomadura de pelo y de que los malos gestores (de la mano de los malos políticos) les sitúen en el ojo del huracán del problema, como si el colectivo de los galenos fuera el patógeno de la infección.
No es necesario pedir una segunda opinión de un experto, como en los casos de enfermedades de difícil cura. El diagnóstico es único e inquebrantable. Los médicos de los CAP, los de familia, los que nos atienden cuando enfermamos, denuncian “agotamiento”. Están al límite de sus fuerzas y ya “no pueden más”, después del sobreesfuerzo realizado durante el excepcional asedio del covid-19 y sin haberse recuperado aún del escarnio para la praxis asistencial que devino de los graves tijeretazos en los presupuestos sanitarios catalanes, promovidos por el mesiánico Artur Mas tras la crisis del 2008 y nunca resarcidos).
Es arriesgado aventurar resultados, pero sopesando el malestar subyacente en la profesión médica cabe esperar que la huelga sea un éxito. Numérico y cuantitativo seguro que lo es. Lo que está por ver es si también resulta una victoria cualitativa y se logra que el panorama de la atención primaria de un vuelco si no inmediato, a corto plazo. Y es que lo más triste detrás de la protesta que van a protagonizar los facultativos y las reivindicaciones a vociferar está el temor de que el esfuerzo –como el que se vierte cada día en las consultas de los dispensarios- acabe cayendo en saco roto, porque los responsables sanitarios padecen de sordera crónica y no por falta de otorrinolaringólogos cualificados. Es la hiel amarga de ser usuario de la sanidad desvencijada y pública. Quien la probó, lo sabe.
Otro síntoma de que la autoridad sanitaria no está por lo que tiene que estar es que el anexo construido hace menos de dos años en el Hospital Moisés Broggi de Sant Joan Despí para hacer frente a los picos de la pandemia del covid-19 está prácticamente en desuso (como mínimo infrautilizado) porque no se contrata personal, como denuncia en esta edición el comité de empresa. Así va a ser difícil que se desconvoquen huelgas, más bien se alientan.
Hace unas semanas la Generalitat aprobó el proyecto de BioClúster d’Innovació i Salut, una de las piezas del futuro complejo biosanitario que se ubicará en el entorno de la Granvia de L’Hospitalet, que generará unos 50.000 puestos de trabajo y facturará más de 7.000 millones de euros, el equivalente al 1,86% del PIB anual de Cataluña. Es una buena noticia. Pero también lo sería que, de una vez por todas, se siguieran las prescripciones médicas y se dotara al sistema sanitario público catalán de todo lo que adolece, que se revirtiera la desinversión y que se compensaran los dañinos recortes, que pesan como un plomo. Nos merecemos eso y más.