Pero ya no puede mirarse para otro lado. Ha saltado a la palestra porque ha adquirido unas dimensiones y un alcance preocupantes, con escandalosos ataques que han acabado en suicidio o con el agredido en el hospital. Nos referimos al acoso escolar, al bullying, que estos días se ha convertido en el lamentable protagonista de muchas conversaciones. Las redes sociales, que podrían ser un trampolín para acabar con las brechas y universalizar el conocimiento, se han convertido por desgracia en un altavoz en el que airear el odio y detonar el castigo global para los más débiles, entre ellos los menores. Los acosadores han encontrado en internet un caldo de cultivo perfecto para su maldad. Y, autoproclamados verdugos, jalean a una turba cómplice y humillan a sus víctimas desde el escarnio y la defenestración pública.
Pero los acosadores no se contentan con eso y desde el ciberespacio saltan al plano físico aplicando la violencia real: golpes, palizas, insultos y vejaciones que se ensañan con los 'condenados' mientras son grabados en video con el móvil y ridiculizados de nuevo en las redes. Nunca los niños 'diferentes' se han sentido tan indefensos y desprotegidos, tan vulnerables. Ha hecho falta que mueran menores -hartos de ser el hazmerreír y el muñeco de feria de sus propios compañeros de clase- para que se hable de ello. Y ahora, ¿qué podemos y debemos hacer para frenar esto? ¿De quién es la culpa? El debate está servido. III