Muchos fueron los vaticinios y los análisis previos a las elecciones catalanas, pero lo que se respiraba en la calle era que se avecinaba un cambio de tendencia, que un nuevo ciclo político llamaba a la puerta.
Y así ha sido. Catalunya ha hablado claro: fin a las veleidades soberanistas, fin a un decenio lastrado por la confrontación y la división en el que, en palabras de Salvador Illa, el país ha estado claramente por debajo de sus posibilidades. Y sí a volver a hacer política útil desde el diálogo y el consenso, sí a la excelencia de los servicios públicos y sí a una convivencia despojada de crispación y de excesos demagógicos.
Se trata, en definitiva, de apelar al conjunto de los catalanes y catalanas en un momento en el que es especialmente importante estar unidos para afrontar los grandes cambios tecnológicos, económicos, geopolíticos y medioambientales de la coyuntura actual.
Una reflexión que es válida para Catalunya pero también para Europa. No es casual que la ultraderecha internacional con Milei al frente se haya reunido en Madrid hace un par de semanas. Como decía Pedro Sánchez, lo ha hecho porque para esa derecha reaccionaria Catalunya y España simbolizan todo lo que detesta, una justicia social que levanta diques contra la desigualdad y un progreso económico generador de oportunidades y de bienestar.
Las próximas elecciones al Parlamento Europeo nos colocan ante un escenario ideológico especialmente tensionado por la irrupción de esa extrema derecha que divide, confronta y niega derechos. Ante sus relatos arcaizantes, las fuerzas progresistas acuden a las urnas europeas no solo para poner en valor su compromiso histórico con el bien común sino también para reivindicar una idea de progreso integradora, basada en la tolerancia y sensible a las nuevas dinámicas sociales. Porque el próximo 9 de junio el debate no es otro que inclusión contra discriminación. III