De alguna forma, la historia se repite. El Baix y L’Hospitalet están viviendo esta última década la tercera gran oleada migratoria. Las dos primeras -en los años 20 del siglo pasado y en las postrimerías del franquismo- tuvieron su origen en otras regiones o comunidades de España y conformaron la realidad de la Barcelona metropolitana, que se construyó a si misma a partir de finales de los años 60 y los años 70 del siglo XX, abriendo las puertas a una Transición que trajo libertad y consolidó el progreso. Esta tercera llegada de inmigrantes tiene sus raíces en América Latina y Marruecos, principalmente, aunque es de una complejidad mucho mayor, como deja patente el reciente estudio de la Fundació Cipriano García de CCOO denominado “Els altres catalans i catalanes del segle XXI”.
De ese informe puede extraerse también una primera gran conclusión: la llegada de trabajadores extranjeros es necesaria porque viene a cubrir carencias y vacantes de la actual población activa española -trabajos que los lugareños desdeñan o poco cualificados- y a compensar parcialmente el envejecimiento poblacional. Es decir, que los foráneos vienen a cristalizar en una nueva realidad, en una nueva sociedad de la misma forma que lo hicieron los españoles venidos de todos los rincones de la piel de toro hace un buen puñado de décadas. Las dos primeras oleadas se integraron perfectamente en el territorio (lo facilitaba compartir nacionalidad con los nativos) y eso contribuyó al progreso. Esa misma integración debe abrirse camino también en esta tercera oleada, aunque esté lastrada con la dificultad añadida de ensamblar los engranajes, tan diferentes culturalmente de los recién llegados, para que la combinación fragüe.
Hay abierto un tímido debate sobre la inmigración, demasiado maniqueo (partidarios y detractores) fomentado más por las situaciones extremas -la delincuencia, los centros de MENAS, las pateras…- que por la cotidianidad del proceso de asimilación y de la convivencia entre los de aquí y los de fuera. Departir sobre la inmigración es un melón que nadie quiere abrir. Pero, como señala el informe de la Fundació Cipriano García, la evolución de la población de nuestro territorio, “depende cada vez más de las aportaciones que hacen los movimientos migratorios”, lo que obliga a posicionarse, a ser resolutivos, y eleva a la categoría de imprescindible que los recién llegados de este siglo XXI enarbolen el mismo espíritu constructivo del que hicieron bandera sus predecesores del siglo XX. Venir para sumar, no para dividir o restar. Sin olvidar que, para evitar la marginalidad y el rechazo social que ésta al final conlleva, la inmigración, en tanto que necesaria, debe regularse. Igual que deben garantizarse todos los derechos a esta sobrevenida nueva clase trabajadora, sobre la que penden las mismas preocupaciones, necesidades y reivindicaciones que entre los autóctonos.
Como preconizó Paco Candel en su icónico libro Els altres catalans (1964): “No hay que demostrar ni insistir en que el inmigrante no vino para comerse el pan de nadie sino el suyo y ningún otro. Ni vino ni viene”. Eso, hace 80 años y también ahora. Sería bueno dar por sentado que esto también va a ser así en ese nuevo ciclo de llegadas masivas desde el exterior, pero sin minusvalorar que para eso cuaje hace falta, a partes iguales, confianza y respeto mutuo. Solo si las reglas del juego son las mismas para todos -los de aquí y los de allí- tendremos la posibilidad de avanzar, y de hacerlo parejos y al unísono, hacia un modelo de sociedad integrada y próspera. III