Existimos. Y es que el judaísmo es una nación plural, en constante conversación… basta con leer una sola página del Talmud para hacerse una idea de hasta qué punto. Pero en los últimos tiempos, parece que hay quien se afana en estrechar los márgenes de lo que puede significar el término “judío”. Y uno le conoce esa estrategia a los habituales del antisemitismo, que siglo tras siglo han intentado cincelar un retrato monolítico y monstruoso de nosotros. Sin embargo, cuando en fechas recientes manifesté estas mismas opiniones sobre la guerra en Gaza en declaraciones a La Vanguardia y en mis redes sociales, fui objeto de un odio que no esperaba. “Eres lo peor para nuestro pueblo”, me escribió alguien con quien había coincidido en la sinagoga. Me advirtieron que en ciertos grupos de WhatsApp se me estaba señalando como “mal judío” y “traidor”. Uno de mis editores me telefoneó para preguntarme qué había hecho para que uno de sus colaboradores lo hubiese llamado para prevenirlo sobre mis ideas.
La reacción que provoqué entre algunas personas que consideran que un buen judío es solo el que apoya sin condiciones al gobierno de Israel me hizo pensar en un cuento de Bernard Mallamud, que nunca había estado seguro de haber comprendido del todo: “El pájaro judío”. La turba de tarugos nacionalistas, que imagino que pretendía amedrentarme, perjudicarme laboralmente, reducir mi espacio de expresión…, en lugar de lastimarme me hizo el regalo de iluminar el sentido de esta peculiar narración.
La historia comienza cuando un cuervo entra por la ventana del apartamento de la familia Cohen. El animal tiene la capacidad de hablar y les explica que es un pájaro judío, como ellos, que viene huyendo de un pogromo antisemita, y les pide refugio. A la esposa y al hijo parece moverlos a compasión, pero el padre considera su presencia como una molestia que se ve obligado a tolerar. En los primeros párrafos de la historia, Malamud no provee a su personaje con argumentos que justifiquen su antipatía. Lo llama “hijo de puta” tan pronto como se posa en su mesa. Así que podríamos deducir que lo que a este Harry Cohen le fastidia, en primera estancia, es que un elemento externo irrumpa en su rutina estable, previsible, controlada, en la que todo funciona de acuerdo a su gusto.
Sin embargo, a medida que avanza la narración, el autor neoyorquino va proveyendo al pájaro de algunos rasgos que comienzan a develar el asunto del que se ocupa el relato. El cuervo es negro, incluso en su nombre (“Llámame Schwartz”, que significa negro tanto en alemán como en yídish), un color que recuerda al de la vestimenta que preferían muchos de los judíos orientales, jasídicos, recién llegados a Estados Unidos… y que, de forma más amplia, conecta con la idea de los prejuicios raciales. A este Schwartz lo escuchamos rezar en hebreo y hasta emplear alguna expresión en yídish (“Gevalt!”, exclama cuando habla de los pogromos, una expresión que se ha preservado en el habla popular para lamentarse por cualquier desastre). Estos elementos sirven a Eileen H. Watts o Mayur Chhikara para apuntar que Malamud estaba armando un retrato fabulado de la desconsideración con que aquellos judíos que ya habían nacido en Nueva York o Chicago o Boston y habían ido abandonando las formas más tradicionales observaban a sus paisanos más tradicionalistas a mediados del siglo XX.
De este modo, cobra una desalentadora y cruel significación la línea de diálogo en que Cohen pone en duda la judeidad de Schwartz: “¡Se piensa que es judío!”. No lo reconoce, no lo admite como parte de su comunidad, porque no es como él.
A pesar de la animadversión creciente que Cohen siente por el pájaro, lo cierto es que su presencia mejora en algunos aspectos la vida de la familia. Malamud dedica algunos párrafos a narrar cómo el animal se impone la tarea de ayudar al pequeño con sus estudios, y que con el paso de las semanas este comienza a aprobar las asignaturas que antes suspendía. La forma en que el autor hace progresar el argumento y la extensión que le dedica a este pasaje nos invitan a reparar en el cuidado que este “viejo radical” de alas negras pone en que el pequeño atienda a los libros, al estudio, uno diría que ejerciendo como rabbi (esto es: maestro, profesor), lo que continuando con la interpretación que estoy desplegando, puede leerse sin mucho esfuerzo como un reconocimiento de Malamud a la función de custodia y preservación de las tradiciones que ejercían los judíos no asimilados representados en este Schwartz.
Pero incluso cuando ha quedado probado que su presencia es en beneficio de la familia, el padre persiste en detestar al viejo cuervo. Hasta que decide matarlo de forma brutal. Y cuando el desconsolado niño encuentra el cadáver del animal y vuelve la mirada a su madre para preguntarle quién podría haber hecho algo tan terrible, la mujer solamente responde: “Antisemitas”. Y este demoledor desenlace, en la que sus actos definen a Cohen como antisemita a ojos de su esposa y del autor, desenvuelve de sus velos ficcionales la preocupación de la que parte la escritura de este cuento, su fondo de tragedia: el odio que algunos judíos sentían por otros judíos que tenían una forma distinta de serlo.
Bernard Malamud publicó este cuento en la revista The Reporter a mediados de los sesenta, cuando las tensiones entre los judíos asimilados de segunda generación y los migrantes judíos recién llegados a EE.UU. estaban en su punto álgido, y el conflicto dividía a la comunidad. En estos días, el elemento que agría la conversación entre judíos es otro. Me gustaría pensar qu,e como viene sucediendo desde las disputas teológicas entre Hillel y Shamai, los rabinos del Talmud, reformistas y ortodoxos…, la conversación a propósito de Israel nos permitirá comprendernos mejor a nosotros mismos y nos alumbrará con nuevas enseñanzas. Aunque si sucede, no será, desde luego, gracias a los Harry Cohen que reparten certificados de judeidad a conveniencia, y aborrecen y tratan de perjudicar y acallar a quienes son judíos de una forma distinta a ellos. III