Últimamente tengo la sensación de que sólo hablamos de derechos. Unas 40 entidades de L’Hospitalet recogen 5.000 firmas a favor del derecho de las mujeres a decidir sobre su maternidad. Federico Mayor Zaragoza interviene en un coloquio sobre “Los derechos humanos y la cohesión social”.
Paseo por mi ciudad y me entregan un folleto para ejercer el derecho de petición y reclamar la independencia de Catalunya. ¡Empiezo a saturarme!
Que no se me entienda mal. Me parece estupendo que la gente sea consciente de su dignidad y que reclame lo que considera justo. Ha llevado muchos siglos tomar conciencia –a nivel social, me refiero- de la importancia de que todos los seres humanos sean tratados con respeto. Y Occidente puede estar orgulloso de haber promovido la formulación de la Declaración Universal de Derechos Humanos, allá por 1948.
Dicho esto, tengo la impresión de que estamos llegando a un punto en el que se está desvirtuando el verdadero significado de los derechos humanos. Empiezo a pensar que se está confundiendo algo tan serio como la reivindicación de una necesidad básica para la vida humana con el deseo de una vida mejor. ¿Y qué tiene de malo aspirar a una vida mejor?, se preguntará alguien. En principio, nada.
El problema es que muchas veces se olvida, no sé si intencionadamente o no, que la reivindicación de un derecho supone la exigencia de un deber para otra u otras personas. Los individuos que se consideran “con derecho a” deberían pensar también en quién o quiénes se sacrificarán para satisfacerlo y ofrecer argumentos para convencerlos. Que en Google aparezcan más de 83 millones de resultados cuando busco “derecho” y poco más de ocho cuando escribo “deber”, me lleva a pensar que el discurso de los deberes aún tiene mucho camino por recorrer.
En otras ocasiones, las personas no son conscientes de que la reclamación de unos derechos resulta incompatible con la exigencia de otros. Es lo que sucede, por ejemplo, entre quienes, por un lado, añoran el Estado de Bienestar y, al mismo tiempo, denuncian la vulneración de los derechos de las personas que provienen de países en desarrollo. ¿Cómo es posible, me pregunto, que defendamos sin sonrojo nuestro nivel de “bienestar” y el derecho a una vida “digna” de los inmigrantes? En el fondo, es como si pensáramos que podemos pedir lo que sea sin renunciar a nada. Y eso no es verdad, empezando por el planeta, que no soportaría un nivel de desarrollo como el occidental en todos sus rincones. Y no me digan que estamos en crisis, cuando sabemos que muchos se cambiarían por nosotros sin pensárselo dos veces.
Lo que intento decir es que no todas las apelaciones a los derechos son realmente justas, ajustadas a la realidad. Creo que todos los seres humanos tenemos derecho a unos mínimos y que Occidente hace tiempo que no sólo los ha conseguido sino que los ha rebasado con creces. Por no hablar de la deuda histórica que tenemos con los continentes que nuestros antepasados explotaron y esquilmaron. Por eso afirmo que son ellos quienes pueden hablar con propiedad de derechos y nosotros quienes hemos de reflexionar sobre nuestros deberes. O eso, o atengámonos a las consecuencias: la irrupción de la violencia. Si una reclamación es realmente justa, ningún muro ni ninguna valla podrán contenerla. Si se trata de un mero capricho, entonces estamos condenados a vivir en una frustración perpetua.