La nueva iniciativa del presidente de Siria Hafez Al-Assad, de mediación en la guerra entre Irak e Irán, ha puesto de nuevo de actualidad un conflicto crónico a menudo olvidado. Javier Pérez Llorca ha estado recientemente en Irak y explica sus impresiones sobre la guerra.
Cuando Europa recibe información sobre los conflictos que viven estados lejanos de nuestro marco geográfico, inmediatamente existe siempre la tendencia a mezclar confusamente informaciones y, en consecuencia, a deformar la realidad del país en cuestión.
Esto es en cierto modo, lo que pasa con la guerra irano-iraquí. O, al menos, el estado de opinión con el que viajé.
Una vez el avión inició la maniobra de aterrizaje sobre el aeropuerto de Bagdad, vimos que el cielo estaba plagado de extraños globos de grandes dimensiones (elementos de defensa antiaérea, según nos dirían después); una asistenta nos indicó que cerráramos las persianas de las ventanillas en el mismo instante que se apagaban las luces dentro del avión. Era la primera evidencia que nos acercábamos a un país en guerra: Irak.
Tras esta primera impresión, a lo largo de nuestra estancia en Iraq (salvo cuando visitamos el frente) en pocas ocasiones pudimos apreciar síntomas de encontrarnos en un país en guerra.
Los alrededores de Bagdad, la ciudad misma, son un rosario de obras: autopistas, hoteles, hospitales... En Irak se está construyendo “todo” y, al mismo tiempo, compañías japonesas, alemanas, francesas, nórdicas, realizan innumerables obras. Y es que tenemos que recordar que Irak es uno de los primeros exportadores de petróleo. Tras la Revolución del 17 de julio de 1968, se nacionalizaron las compañías petrolíferas; desde entonces, el caudal de recursos que revierte a las arcas del Estado es inmenso.
Además, este año Bagdad será la sede de la Conferencia de Países no Alineados y verá como el presidente de la República, Saddam Hussein, sucede en la presidencia de la Conferencia al cubano Fidel Castro. Con este motivo, los trabajos de infraestructura de la ciudad se han intensificado en un intento de dar acogida a la gran cantidad de invitados que asistirán a las jornadas.
El objetivo prioritario de los dirigentes del partido Baas Árabe Socialista, que dirige el país desde la Revolución del 68, es la industrialización de Irak. Son conscientes que, por eso, hay que importar tecnología, capacidad de creación. Tienen con que conseguirlo: el petróleo; de este modo están realizando esfuerzos importantes en la formación de sus propios cuadros y en la creación de infraestructura suficiente.
En este intento obsesivo por el desarrollo quizás se está perdiendo parte de la tradición cultural: la ciudad, de arquitectura neocolonial, con sus palmeras y su polvareda, sucumbe ante las nuevas construcciones, del estilo del proyectado Hotel Hilton. Diez millones de iraquíes están involucrados en el proyecto de transformar la riqueza del subsuelo de su país en la base sobre la cual se asiente una sociedad próspera.
La guerra con Irán, sin duda, ha hecho decrecer el ritmo de desarrollo de Irak. Por un lado los necesarios gastos que comporta la confrontación, de otra la muerte, en el frente de una gran cantidad de jóvenes iraquíes. Estos son dos factores que dificultan el progreso del país.
Se puede decir que la población está moralmente con el ejército. No podemos olvidar la lejana enemistad entre Irán e Irak, entre persas y árabes. Es la expresión de un conflicto prolongado a lo largo de la historia. A todo esto hay que sumar el discurso que del partido Baas, propugnando la unidad del pueblo árabe y exaltando la soberanía y la identidad nacional. Las diferencias se agudizan cuando atendemos a que el régimen iraní esta soportado por una mayoría de creyentes chiitas, mientras que el gobierno iraquí está compuesto por sunitas (aunque esta creencia, también sea minoritaria en Irak).
Servan Scheiber, en su libro “El desafío mundial”, nos habla de los esfuerzos de países del Tercer Mundo para salir del subdesarrollo. Irak, hoy, lucha contra dos frentes: contra el atraso social y contra su enemigo persa. El futuro nos enterará de los vencedores.
Las disputas fronterizas entre Irán e Irak se remontan a hace más de 450 años. Desde el año 1520 se han firmado cerca de veinte tratados. Históricamente, Irán, por vía de los hechos consumados, rompe la mayoría de estos acuerdos. Después de la Primera Guerra Mundial, cuando Irak se independiza del Imperio Otomano, Irán se desvincula de sus compromisos anteriores, plantea nuevamente las antiguas reivindicaciones territoriales y reclama la zona de Shatt al-Arab. Esta región en la cual confluyen los ríos Tigris y Éufrates antes de desembocar en el golfo Arábigo (golfo pérsico, si atendemos a la nomenclatura iraní), es de singular importancia, particularmente para Irak, que tiene, a través de ella, la única salida en el mar.
En 1975, por iniciativa del líder argelino Huari Bumidian, la república iraquí e irán del Sah firman los acuerdos de Argel, por los cuales Irán se comprometía a devolver a los iraquíes los territorios ocupados y a asegurar el tráfico marítimo iraquí a través del Shatt al-Arab.
Después de la muerte del Sah, las nuevas autoridades iraníes se desentienden de los acuerdos de Argel y congelan la devolución de los territorios a los iraquíes. Los acontecimientos siguen, como todos sabemos, con el inicio de la guerra en septiembre del 80. Una guerra que por unos, empieza el 22 de septiembre, con la avanzada iraquí sobre territorio iraní, mientras que por los iraquíes el conflicto empieza el 4 del mismo mes, con el bombardeo, a cargo de los iraníes, de las ciudades de Jhanaquin y Mondeli y del campo petrolífero de Naft Jhana.
En este momento, el frente se establece a lo largo de más de 1.200 kilometras e Irak ocupa una superficie de territorio iraní equivalente a tres veces la extensión del Líbano.
Unos y otros son conscientes que en la necesaria solución negociada del conflicto pesará, en gran medida, la situación militar.
Precisamente por eso, aunque el frente del sur es el principal escenario del conflicto, la evolución de la guerra en el norte tiene una particular importancia como base por una hipotética negociación de paz.
El marco geográfico en el cual se desarrolla la lucha del frente del norte es poco propicio a los avances de los ejércitos: largas planicies donde, de repente, se levantan elevadas dunas petrificadas difíciles de sortear. Al visitar este sector, la primera cosa que me vino a la cabeza fue el tremendo coste humano que se tiene que pagar para tomar cualquier posición de este frente. En esta área, cincuenta kilómetros en el interior del territorio iraní, cerca de Zenel Al-Caus, la contraofensiva del ejército iraní, puesta en marcha en abril del 81, causó unas 4.500 bajas. Posteriormente, en septiembre de este mismo año se repetía el intento. Los oficiales del ejército iraquí nos llevaron en tres jepps hasta su línea más avanzada: una duna fortificada con artillería ante la que se extendía una gran explanada, sembrada por trincheras con posiciones de mortero; al frente la siguiente duna, ya ocupada por el ejército iraní. El viaje hasta esa posición límite, fue lento: cada uno de los tres vehículos avanzaba, entre duna y duna, solo y paraba para esperar a los demás; según nos dijeron, para minimizar el riesgo de un eventual bombardeo iraní sobre nuestro convoy. Toda guerra es miserable: en esa posición, nos enseñaron un saco lleno de calaveras de soldados iraníes.
Irak combate con un ejército perfectamente armado y equipado. La abundancia de material y pertrechos militares es una cosa que pudimos observar a lo largo de nuestro viaje al frente.
Durante la entrevista que mantuvimos con el comandante que mandaba las tropas de este flanco pudimos valorar la disciplina y coordinación que hay en el ejército iraquí: los militantes del partido Baas integran columnas del Ejército Popular, el cual acude al frente en apoyo de las tropas regulares. A pesar de todo, tanto los unos como los otros están bajo un mando único. Por otro lado, la oficialidad iraquí es consciente del objetivo que para su país tiene la guerra: forzar Irán a reconocer las reivindicaciones territoriales iraquíes; y por eso, en este momento, cumplen rigurosamente las órdenes del Consejo de la Revolución: “mantener las posiciones, renunciar a cualquier avance”.
Aun así, resulta inesperado encontrar un ejército iraquí fuertísimamente equipado a la vez que coordinado. El oficial que nos sirvió de interlocutor dejó patente en todo momento su calidad profesional: conocedor de los objetivos estratégicos, templado en la valoración de sus fuerzas, respetuoso en sus opiniones hacia el ejército enemigo.
En estas condiciones, con posiciones firmemente establecidas, la lucha se centra en el fuego de artillería. Los soldados, que reciben puntualmente sus aprovisionamientos, demuestran una alta moral de lucha, pero a buen seguro que desean con ansiedad un alto el fuego de una guerra que, como todas, ya dura demasiado.