Ilegalizar o no la prostitución es uno de esos debates que de tanto en tanto emergen en la agenda política y en el ‘prime time’ mediático, pero que igual que crece y se hincha, se evapora y desaparece. Su complejidad es tal que, seguramente, impide que haya una solución única; menos en términos cortoplacistas.
Es tal la complejidad, de hecho, que muchos gobernantes se aferran a ella para no hacer nada; que es lo que históricamente se ha hecho: nada.
Difícil es decantarse: legalizar o ilegalizar. Más en este país en donde nos han situado el punto de partida en una alegalidad hipócrita, con la que no se legaliza por vergüenza, pero que –digamos- que se permite siempre y cuando no se vea en nuestras calles; siempre y cuando no nos haga mala prensa. Resulta ser uno de los negocios más lucrativos de nuestra economía, tanto es así, que en esta legislatura se ha incluido en los cálculos del Producto Interior Bruto, para maquillar los números macroeconómicos.
Pero, como decimos, que no haga mala propaganda: todos recordamos todavía el anecdótico pero representativo episodio producido con la celebración del Mobile World Congress, durante el cual se tuvo que retirar de los accesos viarios de entrada a Barcelona una gran campaña publicitaria de una casa de citas. Es una muestra del cinismo y una de las dos caras de la sociedad. La otra se hizo visible en la anterior edición: una de las quejas más generalizadas entre los asistentes fue que no había suficiente servicio de alterne para los congresistas.
Nuestro territorio cuando habla de prostitución, sabe de lo que habla: mientras en el Eixample de Barcelona está lleno de luces de neón, aquí ha predominado más la estampa de la prostitución de carretera, aunque no se olvidan los famosos Riviera y Saratoga, ahora clausurados tras una trama mafiosa hollywoodiense, incluso, con el Cuerpo Nacional de Policía implicado. La Autovía de Castelldefels, la antigua carretera de Viladecans o las rotondas del entorno del aeropuerto han sido algunos de los puntos tradicionales para mostrarse a los clientes y esperar.
Sea cual sea la oferta, en cómodos y oscuros clubs de alterne o tras una silla de plástico vacía, la prostitución conlleva de manera inherente un ataque a la dignidad de la persona que ofrece los servicios y que, por tanto, se convierte en una mercancía y en un producto de un mercado regulado como el resto por su oferta y demanda. Algo intolerable. Pese a que la regulación se entienda como una vía para evitar el mercado negro existente y contra la trata de mujeres, sigue sin ser la vía. Insistimos en este punto: tampoco vale no hacer nada.
Luchar contra la trata de mujeres y las mafias tiene el apoyo unánime y, por tanto, resulta un buen punto para fortalecer con mayores recursos en lugar de quedarnos estrictamente en las campañas. La administración –como ente regulador- debe ocuparse de la amplia gama de efectos que el mundo de la prostitución infiere a la sociedad en un sentido amplia y colectivo. Estamos hablando de la seguridad pública, escándalos, violencias, exhibicionismos públicos y violencia sobre voluntades o, lo que es lo mismo, la mencionada trata de blancas. Lo sensato en una sociedad moderna es erradicar las mafias que controlan la prostitución y no lo pretensioso: penalizar a las prostitutas y a los clientes.
Por otro lado, parte del quid de la cuestión radica en las personas que ejercen la prostitución de manera voluntaria o por una situación económicamente extrema. En torno a ellas gira gran parte del debate y de ellas nacen diferencias entre unas y otras posturas políticas. En este sentido, la administración puede dar alternativas formativas, sociales o laborales a estas personas para que, si lo consideran oportuno, puedan optar por otra vía. No tienen por qué hacerlo. Ahora bien, la redención personal –ya por definición- es una cuestión religiosa; por tanto, de Dios y de cada cual. Cuando la administración aspira y ejerce como un ‘cuasiDios’, normalmente, termina causando más daño que el que quería evitar. III