“Cuando un amigo se va algo se muere en el alma”, así dice la popular canción. Y es verdad. Y más verdad es todavía cuando el amigo no se va a Zaragoza, Roma o México, ni se va por unos días, unos meses o unos años. Es más verdad cuando se va para siempre y no nos volveremos a ver hasta el paraíso, si Dios quiere.
Quizá hemos compartido pocas comidas y no hemos subido juntos una montaña, no sé si compartíamos alguna afición o si teníamos muchos planes para el futuro, quizá podíamos estar pensando cosas diferentes y no coincidir sobre algún tema cultural, político o social.
Pero estábamos muy unidos por lo que más une, por la Fe. Y estoy seguro de tu amor a Dios, de tu fe en Jesucristo y de tu unión a la Iglesia. Y estoy seguro del amor a tu mujer, a tu familia, a la parroquia y a todo el mundo, buenos y menos buenos. Y todo esto une muchísimo.
No volvemos a vernos en esta tierra, el alma queda herida por la partida de este mundo y se nota un vacío. Un pedacito del alma se muere cuando la muerte nos aleja.
Tu partida ha coincidido con el inicio del mes de noviembre, un mes que comienza con la fiesta de Todos los Santos, sigue con el día de los “Fieles difuntos” y cuyo “centro de interés” es la existencia más allá de la muerte. Somos cuerpo y alma, después de la muerte el cadáver se convierte en polvo y el alma se presenta ante Dios. Nuestras oraciones y sacrificios tienen un gran valor y ayudan a quienes necesitan ser purificados antes de poder entrar en el cielo. Este es el sentido de rezar por los difuntos y de ofrecer una Misa por ellos.
El papa Francisco ha invitado a toda la Iglesia a celebrar un “Año Santo de la Misericordia” que acaba el 20 de noviembre. Rezar por los difuntos es una de las catorce obras de misericordia, un importante acto de amor, y en este mes de noviembre siempre es una prioridad. Desde aquí ayudamos a los de allí, con la esperanza de que un día nos reencontremos todos y renazca el alma.
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