Ignoramos el momento y, posiblemente, el motivo de nuestra muerte, pero podemos preguntarnos: ¿Cómo nos gustaría morir? En seguida se piensa en una muerte sin dolor, con el sufrimiento controlado, sin alargar la enfermedad con unos aparatos que impiden artificialmente el final, informados de la enfermedad con unas palabras claras, que nos avisen y consulten sobre las pruebas y tratamientos que se pueden aplicar, y poder tener cerca a los familiares y amigos.
Inicialmente, algunos responden “sin enterarme”. No obstante, vemos que nos gustaría despedirnos de los seres queridos, dejar las cosas ordenadas, haber hecho testamento para evitar conflictos y, para quien es católico, habiendo recibido los sacramentos y el perdón de Dios para presentarse ante Él con la conciencia en paz.
Pero hay que tener cuidado en confundir eso con provocar intencionadamente la muerte del enfermo, es decir con la eutanasia. La justificación de la eutanasia por “sufrimientos insoportables” es poco realista cuando tenemos un arsenal terapéutico que puede hacer frente a las más variadas situaciones. Esto se demuestra cada día en la gran labor que hacen los equipos de cuidados paliativos. Quizá no se puede curar o prolongar la supervivencia, pero sí podemos dar vida al final de la vida.
Nunca es correcto provocar la muerte de un enfermo, tanto médica como humanamente. La vida debe ser respetada y no se puede acortar, pero tampoco es ético prolongarla artificialmente. Cuando se rechaza la eutanasia no significa que se tenga luchar irracionalmente ante una muerte inminente, hay que respetar la vida y hay que respetar la muerte.
Permitir la eutanasia significa un desprecio por esa vida, es decir: tu vida vale menos porque estás enfermo. Ello supondría valorar menos a la persona y ya no haría falta esforzarse tanto para cuidar a los enfermos mayores. Además, el paciente perdería la confianza en el médico y rápidamente se entendería que es la solución más fácil, limpia, cómoda y barata. Unas leyes permisivas crearían inseguridad y dan miedo. III