Algunos nos sentimos solos
2 de octubre
Algo extraño está ocurriendo en este país para que unos tres millones y medio de personas con derecho a voto no hayan acudido a la llamada de la presión desbordada de la marea independentista y sin embargo muchos de nosotros nos sintamos tan solos en estos aciagos momentos.
Nadie puede saber a ciencia cierta cuánta gente se acercó ayer a las urnas a depositar una papeleta, oficial o no. Fueron muchísimos, sin duda, porque las imágenes no mienten, pero si quienes convocaron, acercan las cifras a los dos millones y algo, y de esos, solo el algo votó no, en blanco o con voto contabilizado como nulo, quiere decir que de un país que tiene 5,5 millones de electores potenciales, únicamente dos pretenden la secesión. Jamás en ningún proceso democrático votan todos quienes potencialmente pueden. Siempre hay una parte de la población que por cuestiones técnicas, ideológicas o sociales, o no participa, o se desentiende de cualquier proceso, Una buena participación, en democracia supera el 80%, y una participación normal se sitúa habitualmente entre el 60% y ese techo. En cualquier situación normal y en cualquier país homologable. En Catalunya eso significa un voto entre los 3.300.000 y los 4.400.000. Por debajo de los 3,3 millones, la participación es baja. Dos millones representa el 36,4% de los votantes que podían incriminarse y prácticamente no lo hicieron.
Con ese supuesto 36,4% de un plebiscito cuyas cifras son difícilmente comprobables, se va a plantear la secesión.
Pero la cuestión no es exactamente la indecencia de esa propuesta con esos datos. La cuestión es que ya se sabía de antemano que únicamente una parte de la población estaba movilizada, exactamente la que coincidía con los convocantes, que solo pretendían enarbolar un resultado positivo para aplicar, no lo que la sociedad reclama, sino lo que ellos pretenden. Más adelante volveré sobre lo que la sociedad reclama y sobre lo que los políticos de este país y de este tiempo promueven y aplican porque, a mi juicio, de este nudo parte el actual desenlace.
El pretendido referéndum ha sido, de este modo, la coartada imprescindible para que el objetivo, labrado a base de años, tuviera algo más que la voluntad contrastada de quienes gobiernan. Ahora se pretende saber que hay dos millones de votantes que, en las peores condiciones, es verdad, han dado su confianza para componer un nuevo Estado.
Los que nos sentimos solos, nos sentimos así por infinitos motivos. Somos 3,5 millones de potenciales votantes que no estamos por la labor secesionista, pero lo cierto es que hay decenas de argumentos, todos probablemente distintos, y algunos radicalmente opuestos, sin duda, que inciden sobre esa mayoría de catalanes, de modo que nos puede unir una sola cosa en común, que es el rechazo de la secesión, pero seguro que a la vez nos separan muchas lecturas, distintos diagnósticos, esperanzas diversas y muchas propuestas plurales para el futuro inmediato. Estamos solos, porque lo que nos une es accidental mientras que lo que nos separa, que no lo sabemos muy bien pero podemos intuirlo, puede acabar siendo lo más sustantivo.
Por ejemplo. Hay una tradición cultural, con las raíces profundas en la izquierda no autoritaria, que no ha querido saber nada de nacionalismos a lo largo de la historia. Quienes crecimos amamantados por esas ubres culturales tenemos del nacionalismo una idea rechazable no por la coyuntura, sino por la misma idea. El nacionalismo separa por la diferencia, tiende a discriminar en función del origen y no del rol social y envenena los sentimientos, fractura las relaciones y enfrenta las voluntades. No hay nacionalismos más o menos racionales. Los nacionalismos se nutren fundamentalmente de la pasión, no de la reflexión; del sentimiento, no de la racionalidad.
Nos lo desmentirán, seguro, la mayoría de los nacionalistas y de un modo radical, los nacionalistas de izquierda. Pero lo cierto es que alimentando un nacionalismo transversal, que es el único posible, se tiende a desfigurar el enfrentamiento social que produce el sistema por el enfrentamiento de procedencia, de origen o de adscripción territorial. Los nacionalismos de clase media y de la derecha más o menos menestral ni siquiera se interrogan sobre los mecanismos de actuación de su doctrina ideológica: como son nacionalistas, tienen el deseo subliminal del predominio de su nación porque sin predominio no hay defensa y sin defensa no hay especificidades capaces de sobrevivir en el tiempo, sin mezcla o modificación.
Pero bueno, de la misma manera que hay una tradición cultural antinacionalista, también hay una tradición antiestatalista que, a lo largo de la historia ha jugado en este país un papel de relevancia. Seguramente ser antinacionalista es muy difícil en un mundo de naciones-Estado, pero ser antiestatalista todavía lo es más. Hasta el punto que, hoy, todavía unos cuantos podemos defender con cierto éxito de racionalidad el internacionalismo —que es la globalización de las personas y no de los negocios—, mientras que proclamarse anti Estado empieza a ser ya un sentimiento utopista de realidad virtual.
Defiendo todo esto porque, en mi caso concreto, la creación de un Estado propio en Catalunya no solo no me parece una idea rechazable sino que podría abogar por ella si eso contribuyera a reforzar los ideales federalistas o confederalistas. Es decir, crear un Estado con el objetivo fundamental de estructurar una realidad mayor en la que sentirse cómodos todos, con iguales oportunidades de poder. Algo que, desde la perspectiva del nacionalismo tradicional resulta impensable. Literalmente impensable: es algo en lo que no se puede ni pensar en el ejercicio de la secesión. ¿Alguien puede imaginarse separarse del Estado con el objetivo de contribuir a que este y los otros Estados próximos se confederen en una realidad superior?
Por eso digo yo que entre los 3,5 millones de potenciales electores pretendidamente no secesionistas, hay mucho y variado. Y nadie se ha encargado todavía de reflexionar sobre esas diferencias y su posible articulación.
Lo que es evidente es que vivimos en un marasmo donde el gobierno y todos sus enormes recursos al servicio del nacionalismo rampante ha conseguido hacer ver que el país son esos dos millones de votantes proclives, olvidándose del resto. El relato hace mucho tiempo que está en su poder y ser independentista hoy en Catalunya se ha convertido en una moda. El que no es independentista no es nadie. Es mas, quien no se siente independentista, queda abrumado por el clima que le rodea e invade. Yo también era de los que decía que en Catalunya no existía fractura social. Si ya no puedes utilizar la libertad de siempre con tus familiares y amigos porque cada vez es más fácil elevar la voz y acabar diciendo cosas de las que luego alguien se arrepiente, es que están ocurriendo cosas que nunca jamás se habían visto y que alumbran cierto peligro.
La verdad es que algunos nos sentimos solos, pero por lo menos no renunciaremos a la palabra. Y mañana, mas…