Decía José Vasconcelos (con buen criterio, a mi entender) aquello de que “la civilización termina donde comienza la carne asada”. Su visión antropológica del hecho culinario es la que viene a mi mente cuando mi vista se deposita en el plato y hay en él un buen chuletón. Me pasó hace poco en Sagardi. La cadena de restaurantes vascos tiene por hábito rendir tributo al buey cada año con unas jornadas. Sus fans tienen por costumbre apuntarse y recuperar el primitivismo gustativo. A apenas duran un par de semanas. Cuando se acaba la carne se acaba la fiesta.
Quienes adoramos la proteína animal no hacemos ascos a un chuletón cualesquiera que sean sus apellidos y orígenes. Pero si se trata de buey, entonces, ¡oigan!, la cosa cambia. Y bastante. Aquí, es preciso apuntar que cuando nos ofrecen buey en la carta de un restaurante, muy posiblemente, están intentando estafarnos. No por nada: la carne de vaca vieja es riquísima y con jugos extrasensuales para paladear de un lado a otro de la boca. Pero no es buey.
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