Bueno, conforme a lo conjeturable, la gente se ha ido echando a la calle —y así seguiremos unos días— de manera racheada y atendiendo a las consignas más propicias.
Hay mucho independentista diverso y, de ese modo, los más jóvenes pueden trasnochar y hacer ruido, los mayores caminar en las marchas y dar la imagen pacífica, amable y festiva, y los que saben que solo los problemas de orden público se escuchan de verdad, calientan la calle con su radicalidad: hacen hogueras, se coordinan para ser más efectivos y se enfrentan con la policía. Nada que no fuera teoría y práctica cuando era obligado pasar de una dictadura a una democracia, pero que presenta dudas razonables cuando se trata de pasar de una monarquía parlamentaria a una república instalada en la utopía, muy poco debatida, bastante oscura y sobre todo imposible de imponer con estos mimbres.
Se me objetará, con razón, que todo lo que puede parecer justo es utópico hasta que no se impone. Que no todos éramos demócratas en la dictadura —seguramente bastante menos del 50% de independentistas que hay ahora— y que, con esa pertinaz creencia en el conflicto, se consiguió cambiar el régimen.
Algunos éramos demasiado jóvenes entonces y consiguieron hacernos creer que habíamos sido nosotros quienes arrumbamos a la dictadura. Nosotros demostrábamos que el clima era irrespirable desde las calles —parecido a lo que hacen ahora los independentistas más confrontados— pero era la coyuntura internacional la que estaba harta de sostener autócratas. El cambio de régimen era un clamor entre los demócratas, pero sobre todo era un escándalo en el establishment internacional. Lo que vino después es esta democracia imperfecta en la que vivimos pero a la que se sumó entusiásticamente el otro 50 por ciento de seudofranquistas y cómodos, como si hubieran conquistado la libertad gracias a sus esfuerzos. De todos nosotros, y de todos ellos, nació esta Constitución que necesita repararse, esta ley electoral que ha servido para que mandaran los mismos con caras diversas y este Estado que supo cambiar de rostro pero que heredó demasiados de los antiguos métodos.
O sea que entonces salimos a las calles sin fiestas y sin pacifismos —aquella represión era la represión de una dictadura, no hay que olvidarlo ni comparar— con la perspectiva de no vernos frustrados a medio plazo, mientras que hoy salen a las calles con fiestas y sin fiestas, con pacifismos y sin pacifismos, con el veneno de la derrota en ciernes. Y no hay peor caldo para complicar el futuro que el que se cuece en la frustración.
De todo lo ocurrido hasta ahora hay dos cuestiones, muy relacionadas con lo dicho, que invitan seriamente a reflexionar. La primera es la contradicción inherente a la sentencia. Yo lo llamé el otro día el gran equívoco de la sedición porque los juzgadores intentaban encontrar un camino intermedio entre dos imposibilidades, la de una condena exagerada y la de la absolución. Como que las leyes responden siempre a hechos ocurridos con antelación y aquí no había habido jamás dos millones de catalanes clamando independencia desde las instituciones —que es lo que ha hecho el Parlament i el govern en estos últimos tiempos— el Supremo se encontró con la necesidad de inventarse una formulación jurídica para rizar todos los rizos posibles de la interpretación de los hechos. Lo peor no ha sido la cuantía de la sentencia. Lo peor es que la sentencia es contradictoria porque dice que no pasó nada pero condena por lo que pasó y abre demasiadas puertas a considerar delito lo que hasta ahora ha sido el ejercicio libre de la indignación. Como vivimos tiempos donde la indignación es la soberana del conflicto social, la amenaza del delito es la larguísima sombra que el procés deja sobre las futuras revueltas sociales. Si las revueltas son siempre cosa de los de abajo, está claro que a los de abajo la jurisprudencia del Supremo no nos va a traer nada bueno.
La segunda cuestión es la contradicción inherente al propio funcionamiento del Estado. Mientras no cambie lo sustantivo, la Generalitat es el Estado en Catalunya, de modo que una Generalitat que lucha contra el Estado es insostenible. Ahora vivimos inmersos en esa absoluta contradicción, de manera que no es posible alentar a la protesta y combatirla. Pero esta contradicción que ahora está en la calle, con los manifestantes y los Mossos, lleva instalada en la realidad política desde el año 2012 y está alcanzando su punto álgido y me temo que final. El Estado no podrá permitir que una parte del Estado pretenda combatirlo y tendrá necesariamente que elegir. Y ahí salta una nueva y rotunda contradicción: tener que impedir que un gobierno democrático surgido de las urnas ocupe la representación estatal de una parte del territorio, tal como ampara la Constitución.
Es verdad que Barcelona no ha resucitado la Rosa de Fuego de los albores del siglo XX por mucho que ayer sus calles fueran un infierno, pero es imposible mantener un status quo con este nivel de contradicción. Estamos en una vorágine dramática porque el tiempo apremia. De aquí a nada volverá a haber elecciones y probablemente en Catalunya ganarán los mismos y coparán esa parte del Estado que está contra el Estado. Eso solo se resuelve con capacidad política, con inteligencia democrática pero desde luego marcando posiciones y exigiendo compromisos.
En mi modesta opinión dándole al independentismo todo el poder de la fuerza que representa. Como que no representa al Estado en Catalunya, es justamente ese aspecto en el que no se debería transigir. Clarificadas las posiciones, es imprescindible dialogar, pero debe haber compromisos firmes en el horizonte. Excepto a su desmembramiento territorial, el Estado debería estar abierto a todo. Y el independentismo, al menos, a no combatir al Estado desde dentro.
Nada de ello es fácil. Hay medio país que no quiere renunciar a ser independiente y hay otro medio país, el resto de ciudadanos españoles y un Estado, que no pueden renunciar a su voluntad de integridad territorial. Si no queremos sopesar fuerzas, que siempre es un proceso injusto, es evidente que alguien tendrá que entender…