Renovada euforia de barrio es lo que sienten muchos cada domingo a la hora de pisar Gràcia para calentar el hígado, esto es, a la hora del vermut. Hayamos tenido –o no- una noche de excesos y necesitemos –o no- una ración intravenosa a granel de garnacha tinta y anchoas, a las 12.00 los domingo muchos sentimos la “llamada de la taberna”. Uno de mis antros favoritos cuando esto ocurre y lo que busco es autenticidad es la Bodega Quimet. La bodega es un valor en alza en el mundo hipster pero existía antes y seguirá existiendo después de que el desfile gafapastero diga “Is over”.
El veteranísimo local es casi un fósil recuperado para el deleite dominguero. El hijo del mítico Quimet la traspasó a un conocido porque, aunque no quería seguir con el absorbente negocio familiar tampoco veía bien cedérsela a cualquiera. Así Eugeni y David se entendieron y el primero pasó a ser un habitual de la bodega que había fundado su padre. La edad de la clientela de la Bodega Quimet es inversamente proporcional a la de sus mesas, sillas y posters de pared. El escenario de siempre para un público nuevo. Pero eso no tiene que haceros desconfiar. Quizás la mejor hora, cuando el ambiente se caldea y brilla en todo su esplendor, es la tarde pero yo soy una romántica abonada al vermut matinal.
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