El paisaje urbano se transforma lentamente y cuando un día nos tomamos un respiro de tanta prisa, de tanto llegar tarde a todas partes, de tantas pantallas que cambian de mensaje a cada segundo, los escenarios de nuestra infancia se han esfumado.
El mercado de La Florida ya no es una mole gris con un corazón circular de pescaderías que de niño no podía atravesar de la mano de mi abuela sin taparme la nariz, si no un moderno y luminoso edificio con un Mercadona en su planta baja. Los parques de tierra en los que jugábamos han cedido su lugar a otros con suelo de goma y nosotros ya no somos quienes se columpian, sino quienes empujan a los pequeños. Las personas que nos atienden en la panadería, en la frutería, en la peluquería, son otras. L’Hospitalet ha cambiado mucho en las dos últimas décadas.
Fuga cultural a la capital
Una de las transformaciones en el paisaje urbano de L’Hospitalet que se ha producido en los últimos meses es el de la estación de metro de Torrassa. De adolescente, solía coger el metro allí acompañado por amigos que ahora en lugar de estudiantes son un profesor de matemáticas, un soldador, una diseñadora gráfica, una dependienta de una tienda de animales…, y nos bajábamos en Arc de Triomf o en Cataluña, en Barcelona.
Nos marchábamos de L’Hospitalet para encontrar tiendas especializadas en cómic, librerías con un amplio fondo editorial, exposiciones de arte o de contenido histórico, conferencias. Quizá porque he pasado muchos minutos de mi vida de pie sobre el andén granate esperando a que llegase el metro atesoro una fotografía estática de lo que era el andén. A primera hora de la mañana los estudiantes que iban hacia Bellvitge o Barcelona, los trabajadores con mochila o maletín, españoles, sudamericanos, árabes. Sin embargo, esa fotografía forma ya parte del álbum de recuerdos.
En el andén del metro de Torrassa abundan ahora turistas: pálidas finlandesas apoyadas en las asas de discretas maletas con ruedas, una norteamericano con sobrepeso sentado sobre un maletón enorme, un grupo de ancianos japoneses con gorra en la cabeza y cámara réflex al cuello o, mi preferida de los que he visto hasta ahora, una pelirroja que lleva una camiseta de los Chicago Cubs. Personajes que en mi infancia habitaban las páginas de Las Ramblas o la Sagrada Familia transitan ahora la Torrassa como una escala accesoria en su tránsito del aeropuerto y al centro. Sin embargo, pertenecen de forma muy exclusiva al relato del andén y el intercambiador, nunca, o casi nunca, atraviesan los tornos y suben las escaleras mecánicas que conducen a la Avenida Cataluña.
Confundido entre ellos, escuchando el último disco de Opeth en mis auriculares, sigo tomando el transporte público para ir a comprar cómics y libros, para visitar exposiciones y asistir a conferencias. Incluso para presentar los libros que he publicado he cogido el metro, a excepción de la generosa invitación que recibí de la Biblioteca Plaça d’Europa. He nacido, he crecido y vivo en L’Hospitalet, pero desde los doce años he huido a buscar la cultura a la capital. A los turistas, claro, tampoco se les ocurre que la ciudad tenga algo que ofrecerles más que tres minutos de espera.
Sin impulso cultural, sin comunicación
Ya en el vagón, le concedo a mi ciudad que la competencia con Barcelona es imposible. Pero me pregunto porque la transformación que la ciudad ha experimentado en los últimos veinte años no le ha concedido un impulso cultural. A excepción de la Biblioteca Tecla Sala, que es probablemente el corazón palpitante de la cultura en la ciudad, y espacios como el TPK o (¡un bar!) L’Oncle Jack, no disponemos de centros de cultura contemporáneos, activos, dinámicos… ¿Cuál es nuestra gran librería, esa a la que acuden escritores y lectores de nuestro entorno? ¿Hemos acogido alguna exposición de pintura que haya hecho que nuestros vecinos de Barcelona hagan el trayecto inverso? Y, en clave económica: ¿qué le ofrece L’Hospitalet a unas estudiantes finlandesas, un norteamericano, jubilados japoneses o una aficionada a los Chicago Cubs para que se demoren unas horas en su tránsito a Barcelona y conozcan –y gasten dinero– en la ciudad? Si existen esos espacios, les ruego a sus impulsores que me disculpen.
Es probable que los tengamos y en 28 años yo no los haya descubierto todavía. Entonces, falla la comunicación. III