La población envejece de forma acelerada, la baja natalidad y la longevidad en la vida de las personas presentan un nuevo modelo de convivencia. La sociedad europea, rica y opulenta se acerca a un abismo de imprevisibles consecuencias.
Parece como si fomentar o concienciarse del aumento de la natalidad fuera un retroceso social o una mirada anclada en el pasado. Hablamos de la “libertad” con grandes dosis de demagogia; hablamos del “progreso” como un paradigma sin responsabilidades, ni compromisos; hablamos del “bienestar” con un tono excesivamente infantil; La realidad es tozuda, cada día hay más ancianos y menos niños, las familias se reducen a la mínima expresión y la identidad de los pueblos se diluyen en la pluralidad no siempre enriquecedora.
Esta sociedad europea está acomplejada enfrente de los verdaderos problemas que se están generando. Prevalece la cobardía para reorientar o corregir las desviaciones: no se legisla en defensa de la familia, no se fomenta una cultura de valores apoyados en la generosidad y la solidaridad a largo plazo, se huye de los verdaderos problemas y nos refugiamos en nuestra soberbia económica.
Estamos defendiendo una Europa del presente sin mirar el futuro, estamos protegiendo nuestra autosatisfacción sin construir un porvenir que pueda asumir sin complejos la venida de los refugiados o emigrante. Cuando uno tiene establecidos ordenadamente sus prioridades, el forastero no es un problema sino una oportunidad.
Esta Europa envejecida debería escuchar más a sus ancianos y no sólo recluirlos en residencia con pensión completa. Su experiencia nos ayudaría a comprender más y mejor la identidad de este continente que se gestó con una raíces cristianas de la que no deberíamos prescindir. Mirar nuestro pasado con agradecimiento nos ayudaría a convivir y afrontar los problemas contemporáneos con mayor optimismo del que ahora se respira. Europa tiene futuro si recupera su identidad, aquella que la constituyó como un ejemplo a seguir. III