El consenso es a la democracia lo que las peleas de mentira del «pressing catch» al boxeo, porque se basa en la trampa de aparentar. En el consenso no importa que los partidos sean consecuentes con lo acordado; importa que se rompa el consenso, que no es lucha (la lucha supone política), sino reparto.
Que no se rompa el consenso, por favor, que no se rompa en el Área Metropolitana de Barcelona (AMB), el superayuntamiento que nos gobierna.
No entiendo por qué se mantiene el pacto no escrito de que la presidencia del AMB recaiga en la alcaldía de la capital, máxime cuando los votos en la metrópoli no lo respaldan.
Ocurre con Ada Colau y sucedió con Xavier Trias. En ambos casos, el PSC, que es el partido que conserva sus mejores resultados en el área metropolitana, cedió la presidencia del AMB a Barcelona después de alambicados pactos. Unos consensos que se antojan reparto de cargos en la tercera administración catalana por cifra de presupuesto (1.525 millones de euros este año), a tenor de las disonancias de los partidos firmantes en materia de transportes y gestión del agua, por poner un par de ejemplos de actualidad.
Grietas en el agua y TMB
La gestión del agua ha agrietado el consenso entre los Comunes y PSC. Tras dos años de estudio de las consecuencias jurídicas y económicas de la remunicipalización del servicio que defiende Colau e ICV y la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) de anular la creación de la sociedad mixta entre Aguas de Barcelona y AMB, el PSC pide prudencia con ese tipo de decisiones, entre otras razones porque este partido, a través de Antonio Balmón, alcalde de Cornellà, fue muy activo en esa privatización en su calidad de vicepresidente ejecutivo del AMB.
Otra grieta se ha visualizado en la reciente huelga del Metro, donde se ha puesto de manifiesto la deslealtad de ERC al pacto metropolitano en el que este partido participa junto a PSC, Comunes e ICV. El vicepresidente del área Internacional y de Cooperación del AMB, el republicano Alfred Bosch, después de participar en Montreal (Canadá) en la asamblea mundial de la Red Metropolis, pidió la dimisión de la presidenta de TMB, Mercedes Vidal (EUiA), por la huelga de los lunes en el Metro. Una huelga en la que el departamento de Trabajo de la Generalitat, también en manos de ERC, no ha dicho esta boca es mía durante los más de tres meses que ha durado ese conflicto laboral.
Subida de salarios éticos
Entre los comunes también se ha acabado la percepción de la bondad de haberse limitado el salario a 2.200 euros mensuales, tras comprobar la realidad de una plena dedicación a las tareas municipales. Por eso los concejales y altos cargos de la confluencia de izquierda piden ahora cobrar la totalidad de su sueldo, dietas y gastos de representación. En ese punto, como en la mayoría del discurso político, entran los eufemismos, al reclamar los ediles de Colau “redimensionar el salario ético”, naturalmente al alza. Subirse el suelo es una decisión espinosa en el tramo final del mandato, ya que en 2018 entraremos en precampaña de las municipales, y motivará comentarios, como los suscitados por el fichaje de Neymar, con la consiguiente desafección de la afición, en el caso azulgrana, y del electorado para los comunes.
El lenguaje tiene un problema con los políticos. El uso del eufemismo, importado de la frialdad quirúrgica del lenguaje bélico oficial americano (daños colaterales en vez de víctimas inocentes), denota un cierto pudor ante la realidad de los hechos. Un pudor a priori injustificado en el caso de la confluencia de izquierdas, a no ser que opten por la perífrasis y el lenguaje disimulado por un tabú buenista que trata de dulcificar la realidad, de restarle impacto. Es lo que ha ocurrido con la mentira piadosa del lema “No tinc por” que presidió la movilización en Barcelona contra el terrorismo. Por tener, tenemos hasta miedo de llamar a las cosas por su nombre más sencillo, ya que los convocantes de la concentración prefirieron eludir en su lema la palabra terrorismo, cuando hasta los musulmanes la han escrito estos días en sus carteles y pancartas, sabedores de que sin esa palabra, sus movilizaciones carecen de sentido.
Ojo con despilfarrar
Al político se le juzga por sus hechos, que tienen que ver en exceso con el gasto. Quienes criticamos el despilfarro del dinero público asistimos a la decepcionante experiencia de ver políticos de todos los colores que practican la máxima de que gobernar es gastar. Sostienen que la acción y la realización (gasto) son lo único que cuenta. Afortunadamente, para contener esa tentación hay leyes que establecen controles al gasto y, sobre todo al déficit, que es gastar más de lo que se ingresa.
La ley de Estabilidad fijó límites eficaces incluso para el superávit de ayuntamientos y diputaciones. Los expertos que recomiendan más subidas del IBI y el IRPF para financiar las haciendas locales, defienden que conviene animar a los ayuntamientos a gastar más para estimular la economía. La austeridad a ultranza no ha funcionado, pero mucho menos saludable es el gasto sin reparar en el déficit. Los ayuntamientos (no todos) han equilibrado sus cuentas, no solo por propia voluntad sino también por ley. Levantar el pie del freno se antoja adecuado a primera vista, pero ojo: cualquier alegría de gasto que añada déficit es peligrosa.
La crisis obligó a reducir gastos, a veces con poco acierto y sin calcular las consecuencias. A 20 meses para las elecciones locales y con mejores cuentas, el objetivo no puede ser gastar más, sino gastar mejor, buscar la eficiencia. De lo contrario, olvidaremos las lecciones de la crisis. Aprender es como remar contra corriente: en cuanto se deja, se retrocede.III