Más de cinco mil personas en Barcelona, quizás tres o cuatro mil en Madrid, algunos cientos largos en l’Hospitalet, Terrassa, Sant Boi, San Sebastián, Bilbao, Valencia, Bilbao, Sevilla, Vitoria, Santiago de Compostela… Todos con prendas blancas y con banderas de paz, con modestos carteles con una sola palabra en varios idiomas: “hablemos”. Una enorme minoría frente a tanta movilización a un lado y otro de la trinchera.
Hablemos es hoy, a mi juicio, el mensaje más positivo que podría darse porque representa la renuncia dialéctica de las posiciones iniciales para llegar a un acuerdo que no lamine al contrario.
Resulta impresionante que haya tanta distancia entre la mediación que reclama Puigdemont i el govern de la Generalitat y este hablemos espontáneo de la ciudadanía, para que el nacionalismo se haya, movido y conmovido, tan poco. Y es que la distancia es, claro está, enorme. Para la Generalitat no hay nada que hablar —ya no digamos para el gobierno central que lleva años sin siquiera querer escuchar— porque a su juicio ya hablaron las urnas el 1 de octubre y la gente que ha llevado en volandas la propuesta secesionista desde hace bastantes años. Para la Generalitat, mediar es otra cosa. Mediar no es hablar, es establecer un puente entre códigos opuestos con objetivos muy definidos. Evidenciada la irreversibilidad del proceso de secesión, de lo que se trata es de decirse adiós lo más civilizadamente posible. Y como es imposible decirse adiós cara a cara con sonrisas en el punto que se ha alcanzado, alguien tendría que mediar para no llegar a los puños.
La propuesta de hablemos es radicalmente distinta. Visto que no hay posibilidad ni de imponer ni de mediar, ¿qué tal si ponemos el contador a cero y hablamos de todo sin condiciones, sin acotar los tiempos, sin el encorsetamiento de la legalidad vigente ni la contundencia de las razones basadas en la movilización sistemática de masas? Es una buena propuesta porque no parte de premisas previas, pero tengo la sensación de que es una propuesta perdida. No solo porque moviliza moderadamente —aunque todo es cosa de tiempo— sino porque llega tarde, con los principios demasiado enconados de las partes en litigio. Es decir, hay tres salidas imposibles con la perspectiva actual que solo podrían triunfar en la medida en que las otras dos o alguna de ellas se resquebraje por dentro.
La DUI blanda
O sea, no es previsible —en lo inmediato— ni el convencimiento, ni el diálogo, ni la mediación. No es previsible el triunfo absoluto de la independencia, ni la renuncia a todo lo conseguido por los independentistas, ni las terceras vías o la mediación. Y tampoco parece posible la mano dura de los preceptos que prevé la ley porque una cosa es predicar y otra muy distinta dar trigo, sobre todo si ya has demostrado que tienes los silos impracticables.
Ahora, la única medida que parece que se impone es la declaración unilateral de independencia a partir de la próxima semana, pero con un período transaccional lo suficientemente amplio para que todo sea absolutamente reversible. Lo malo es que para que algo sea reversible han de cambiar los escenarios políticos y los escenarios políticos en el actual contexto solo variarán en la medida en que varíen las fuerzas en litigio. Así que para que se mueva algo, han de haber nuevas elecciones a corto plazo porque la pusilanimidad del gobierno central no permite otros escenarios.
Unos las llamarán constituyentes y otros las llamarán autonómicas pero la verdad es que no serán ni lo uno ni lo otro, aunque es muy posible que despejen el panorama y abran nuevas perspectivas. Serán, por lo menos, unas elecciones que si nos concernirán a todos, a diferencia de lo que pasó con el espejismo del 1 de octubre. Por lo tanto, una elecciones donde se verá también lo que va de un llamamiento dentro de las coordenadas de la política posible a otro dentro de las coordenadas de los sueños secesionistas. Unas elecciones en las que yo preveo una participación exhaustiva porque será ahí, ciertamente, donde se dirimirá el futuro inmediato.
Hasta que eso llegue, que es el desenlace más previsible tal como están las cosas —si es que la DUI blanda no enloquece a los que ya están enloquecidos de inactividad— lo que si vamos a ver es el desatado maremoto del otro nacionalismo rancio: el español. El secesionismo obligado habrá hecho más daño del previsto porque ha resucitado al monstruo dormido del españolismo de las esencias patrias, también en Catalunya, donde andaba sometido a la racionalidad del seny catalán. Desatada la rauxa, el rojigualdismo se siente llamado a participar con toda la estolidez que lo caracteriza.
Otra bandera de unos cuantos
La otrora Catalunya integradora i reflexiva habrá conseguido llenar las calles de Barcelona y las del resto de ciudades importantes del Estado con el mismo mar de banderas —con iguales colores aunque con escudos distintos— con que avanzaban las tropas en enero del 39 por la Diagonal y que yo de niño vi en repetidas conmemoraciones del 18 de julio en el mismo escenario. ¿Qué ha sido de aquella bandera tricolor derrotada por la rebelión, que sí unificaba a tantos catalanes, vascos, españoles, aragoneses, andaluces, gallegos, etc.? Simplemente, que ha sido barrida por la oleada simplificadora de la oposición secesionista y por la crispada respuesta de los hasta ahora callados españolísimos de Catalunya.
La estelada, que no es de todos los catalanes sino solo de una parte, ha abierto un escenario nuevo donde los que se sienten españoles hacen ver que la bandera de todos los españoles es la rojigualda, cuando también ésta es solo la de unos cuantos. Jamás se han medido las fuerzas la bandera monárquica y la republicana. Jamás se ha hecho un referéndum en tal sentido. Muchos de los que hoy gritarán bajo esas banderas, quizás mañana voten República si los dejan expresarse.
El desguace del régimen del 78 al que ha llevado el peor gobierno de la democracia —y mira que ha habido gobiernos deleznables— va a tener que afrontar de una vez por todas, la totalidad de las exigencias pendientes de la plural sociedad hispana. Solo que ahora los bandos se consolidan y se refuerzan mutuamente con la irracionalidad del contrario.
El sábado aquí
Hablando de la convocatoria del sábado en los ayuntamientos. En mi municipio del Baix Llobregat, que ostenta desde hace años el rótulo parcialísimo de “municipi per la independència” y cuyo ayuntamiento ha llenado —o ha dado las máximas facilidades— las calles de esteladas, muchas veces, y carteles del sí, en la última oportunidad, votaron el 1 de octubre por la independencia, 2.547 ciudadanos de un censo electoral que en el 2.015 era de 4.277 individuos. Quinientos votos más en el ámbito secesionista de los que han sido habituales en las últimas convocatorias más o menos normales: 1.914 síes el 9-N del 2014, 2.092 votos entre Junts pel Si y la CUP en 2015.
No quiero hacer análisis. Me es igual que esta vez votaran gentes venidas de otros lugares. Más o menos la mitad de mi pueblo es independentista, lo que indica que más o menos la otra mitad no lo es. Pues bien, el sábado, solo éramos cinco vecinos en la concentración de Parlem. Nosotros, con sendos carteles de Parlem y Hablemos y otros tres ciudadanos que se nos unieron, dos de los cuales, según nos dijeron, ni siquiera estaban empadronados en el municipio. Había mucha más gente mirándonos desde lejos que los que estábamos respondiendo a la convocatoria.
En mi municipio me conoce mucha gente. Saben quien soy y como soy, y no me importa aunque me tenga que manifestar en solitario. Pero mi caso no es el habitual. En municipios pequeños, la ola independentista impone y mucho.
Mañana querré hablar de la marejada de rojigualdas…