Las vacaciones veraniegas llegan a su punto final, las familias regresan a la realidad que durante algunos días ha quedado aparcada, la vida laboral se reactiva, las rutinas horarias comienzan a recuperarse…
En fin, el calendario nos recuerda que todo comienza y acaba con reiterada testarudez.
Durante este verano los informativos nos han visibilizado una indignante y repetitiva noticia: la llegada de millares de inmigrantes huyendo de las guerras y el hambre y, al mismo tiempo, la muerte de otros tantos en su deseo de mejorar su vida. Ante este doloroso sufrimiento, la sociedad europea (rica y opulenta) no busca, ni pretende encontrar una solución solvente ante tanto dolor. Nuestros políticos sólo ven problemas y dificultades para cortar esta sangría a nuestras conciencias. Unos lo explotan mediáticamente para su rédito electoral, otros lo miden en valor económico, otros utilizan un lenguaje “buenista” sin implicaciones prácticas, otros cierran los ojos para contentar a los suyos, y la gran mayoría de la población se acostumbra a la noticia diaria, sin más implicación.
Un conflicto tal sólo puede ser corregido si se involucran los gobiernos europeos y mundiales. El tráfico de personas es muy lucrativo para unas “mafias” sin entrañas ni sensibilidades, tanto en los países de origen como los de destino. ¿Por qué vienen? La hipocresía de nuestra sociedad llega al punto máximo cuando armamos las guerras de sus países, explotamos sus riquezas naturales, utilizamos su barata mano de obra… y luego, nos lavamos las manos con escandalosa indiferencia.
Acudamos al problema de origen, de donde se genera esta indignidad. Compartamos real y efectivamente los recursos que entre todos hemos desarrollado. Evidentemente, eso implicaría una reducción mínima en nuestra acomodada sociedad. Que fácil son los discursos simplones, “buenistas”, electoralistas, ocasionales, de escaparate y de fachada. Y qué difícil es una implicación personal, coherente y cercana … que toque nuestros bolsillos.
La inmigración de estos seres humanos es presentada como un gran problema o una invasión descontrolada. ¿Por qué no escucho ninguna voz que presente esta realidad como una oportunidad para cambiar y educar en la auténtica y duradera solidaridad?
¿Quién educa en la cultura de “la caridad y la solidaridad”? No podemos reducir estos valores a un sentimentalismo puntual o una emoción interesada. Deberían cimentarse en una nueva concepción de las relaciones interpersonales, en una mirada fraternal y cercana, en una percepción del sufrimiento ajeno como una ocasión para compartirlo y no sólo para sentir lástima. Hubo alguien que escribió el siguiente texto hace muchos años, siendo contemporáneo y válido para el hombre de hoy. El autor del texto conocía bien quién podía cambiar el corazón humano y hacer posible un mundo nuevo.
«Aunque tuviera el don de profecía, y conociera todos los misterios y toda la ciencia; aunque tuviera plenitud de fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad, nada soy. Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha». (I Corintios 13, 2-3).