La democracia posee en el poder judicial uno de sus baluartes más sólidos. No se podría entender el progreso social actual sin una legislación que no proteja y salvaguarde las relaciones interpersonales.
Lamentablemente, los políticos contemporáneos quieren manipularla o, al menos, que no perjudiquen sus intereses. Todos ellos interpretan de forma demagógica las leyes según sus réditos propagandísticos.
La separación de poderes es un valor que fortalece la democracia, tanto o más cuando no reciban las interferencias de las ideologías que imperan. El legislador recoge las inquietudes de la sociedad y las plasma en el ordenamiento jurídico; el juez aplica e interpreta esas leyes según las circunstancias, buscando siempre el “Bien Común”. Cuando este orden se desvirtúa, los intereses particulares y de partido prevalecen, convirtiendo la justicia en permanente sospecha.
Un buen síntoma de la madurez democrática de un estado es la forma en que se respetan y defienden las decisiones judiciales. Últimamente, en nuestro país, hay demasiado ruido sobre la imparcialidad y la honorabilidad de los jueces; voces interesadas pretenden convertir la justicia en un brazo político.
También, cabe destacar el peligro de convertir la vida en un permanente estado judicial. Hay políticos que, eludiendo su responsabilidad, se decantan por la vía legal en todos los contenciosos para, de esta forma, abandonar la vía del diálogo y la negociación.
La regulación de nuestro espacio de convivencia debe basarse en un respeto a la ley, orientada a la libertad y la responsabilidad; una ley que proteja a la persona en su dignidad y derechos; una ley que proponga la defensa y la corrección de las desigualdades; se podría resumir en la siguiente máxima: una ley al servicio de la persona y no al revés.
El otro día, leí una noticia que apunta una cierta desviación. Un bufete de abogados de Madrid propone un contrato entre los padres y los hijos. En él, por supuesto sin ninguna validez jurídica, se describían los derechos y deberes de ambos. Dicha iniciativa es un fiel reflejo de las carencias de esta sociedad para solucionar los problemas de ámbito personal. La familia no es una entidad civil, ni hay una relación contractual, ni debe reducirse a unas normas o leyes de conducta; la familia es, sobretodo, el espacio donde aprendemos el valor del diálogo, del perdón, de la convivencia, del respeto, de la escucha, del compartir, en fin, la familia es el núcleo primario donde se aprende a amar. Que yo sepa, ninguna ley podrá generar el amor y su cumplimiento.
«Maestro, ¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?». El le dijo: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
(Mateo 22, 37-39).