El año 2020, lo vamos a recordar durante mucho tiempo. El año en que una pandemia puso en crisis la sociedad en la que vivíamos. Nuestra salud, la confianza en las instituciones, el trabajo, la manera de divertirnos o de comprar. Casi todo cambió en tan solo unos cuantos meses.
Uno de los efectos de la crisis económica de 2009 en Catalunya fue la consolidación del sector servicios como principal actividad económica del país; hasta significar tres cuartas partes del PIB. Y ahora, la presente situación sanitaria nos está llevando aceleradamente y de hecho, a un proceso de desregulación del sector servicios.
El teletrabajo, como recurso urgente para afrontar la pandemia, traerá como consecuencia la transformación del marco de relaciones laborales y la modificación en las prioridades de las empresas: ¿Qué utilidad tiene disponer de una gran oficina cuando el personal está trabajando desde sus casas?; ¿Por qué tener a un colaborador contratado laboralmente, sin presencia física, cuando a cien, mil o diez mil kilómetros, hay otros muchos que pueden desempeñar el mismo trabajo a menor precio?. El Estado se ha apresurado a regular el teletrabajo; veremos con qué nivel de eficiencia: la propia naturaleza de esta nueva relación laboral (individualidad y distancia), puede hacer imposible una regulación efectiva.
Mientras las administraciones locales procuran limitar el número de vehículos que circulan por la ciudad, dificultando el acceso con reducciones de carriles, zonas peatonales y otras prohibiciones, la distribución de bienes de consumo a domicilio se dispara: las compras a través de Internet y el suministro a domicilio se imponen como un hábito de consumo generalizado. La proliferación de vehículos de reparto de todo tipo, es un hecho que escapa al control público. La disfunción entre las políticas públicas y la realidad, es fácilmente constatable.
Es sabido que la alternativa a las compras por Internet, requiere de especialización, calidad, proximidad y servicio al cliente. La oferta de productos de “Km 0”, es un buen reclamo de ventas; cuando menos para una franja de población, que está dispuesta a pagar mayor precio por mejor calidad. Etiquetar adecuadamente los que son productos de proximidad, nos parece más fácil de conseguir, que no las regulaciones que anteriormente hemos comentado. Y parece ser que tampoco tenemos una regulación eficaz: los payeses de la comarca se quejan del mal uso que se está haciendo del concepto “Km 0” (páginas 16 y 17). Convendría que las diferentes administraciones se interesasen por mejorar esta situación: que los consumidores puedan identificar correctamente los productos de proximidad, es un objetivo deseable y al alcance de las capacidades públicas. III