Ojeda, el que barría el almacén, era un murciano de la Torrasa, exmiembro de la FAI y de las “patrullas de control” que segaron vidas en las primeras semanas del 1936.
No gustaba hablar de ello a los meritorios y aprendices a los que nos entregaba folletos naturistas y pacifistas, muy impregnado él de olores de su dieta de ajos y cebollas. Sonreía siempre al hacerlo y explicaba su autodidactismo en aprender a leer y escribir. Con su cuerpo desmedrado, gafas redondas y escasa ropa parecía Gandhi revivo.
Se decía que el dueño de la fábrica, un exfalangista, le había salvado del fusilamiento. Nosotros jóvenes epicúreos despreciábamos a ambos y la época que representaban de luchas y enfrentamientos sangrientos; si ya era posible comprar en el drugstore “El libro rojo” de Mao, tener sexo, y cada año vivíamos mejor, para que complicarse la vida. Era el período último de la dictadura que se acabó en una UCI. Aún así habrían explosiones violentas, atentados y huelgas; claro que sí, pero ya no eran de signo anarquista, sino de persistente orientación nacionalista ETA y coletazos del FRAP y GRAPO, ultraizquierdistas ambos.
Ya en democracia, con una consolidada casta profesionalizada al máximo que nos dirige y que afirma sus privilegios a pesar del COVID, y su sempiterna queja a la pasada y exitosa Transición (45 años en paz), tan y tan cuestionada por Podemos y el sector nacionalista.
Nos aparecen entre los líderes últimos, currículos exiguos, un precoz oportunismo, sin riesgos vitales y, sobretodo, en los casos de pasados violentos de algunos, ahora cargos públicos, escaso arrepentimiento y hasta reivindicación de sus actuaciones de pobre aporte social.
Los “santos laicos” de la cultura popular del siglo XX, modelos de integridad y coherencia vital, han desaparecido como referentes de la cultura de masas. Abundan las escuelas de debates, los coaches, los asesores e incluso los laboratorios de ideas que suministran material a estos políticos que nos surgen de broncas asambleas; de torticeras primarias digitales y, que bien envueltos en sus nimias rivalidades personales, no nos crean un solucionario para nuestros urgentes problemas. A veces en el mercado de Sant Antoni, encuentro los folletos naturistas del doctor Capo y sus recetas de sol y plantas, -no sé que recomendaría ahora en plena pandemia- y añoro al sonriente Ojeda; un “terrorista” que devino en pacifista barrendero en la fábrica de un falangista. Salud Ojeda. III