Mi abuela materna sufrió toda su vida adulta neurosis crónica y nadie en la familia pareció ser consciente nunca de su enfermedad.
La descripción y análisis de la situación siempre se verbalizó así: “Tu abuela está mal”. Detrás de su delicado nombre, Enriqueta Granero, se escondía también una mujer delicada, frágil, rota a pedazos por los intereses que el destino le cobró una vez firmó la hipoteca con su vida.
Los dados vitales caen sobre la mesa de forma aleatoria y, en ocasiones, acaban en una endiablada suma de tristezas y despropósitos. A Enriqueta (tristemente fallecida hace 17 años) le tocó un marido maltratador en un cortijo del interior de un pueblo de Almería en plena dictadura franquista; y aquel código machista y patriarcal que minaba la vida de cualquier mujer le acabó explotando en la cara. Los adultos que convivieron con la joven Enriqueta no ayudaron demasiado. Su madre, mi bisabuela, una mujer férreamente católica, le espetó siempre: “Tienes que aguantar, es lo que te ha dado Dios”. Y la suegra tampoco contribuyó a serenar su vida.
No entraremos en detalles pero el fantasma de Bernarda Alba parecía habitar en todos los rincones de la España rural de aquella época. Mi abuela no resistió, claro. Su serenidad y dulzura se rajaron de la misma manera que hace el cristal de la ventana como consecuencia de una explosión.
Había sido madre de cuatro hijos y la infancia de todos ellos transcurrió a la par que las depresiones y ataques de ansiedad de ella. Crecieron solos, ante una madre enferma y un padre egoísta y ausente. Se desarrollaron como jóvenes adultos siendo testigos impotentes de la tristeza y pérdida de conexión con la realidad de Enriqueta. Nadie los protegió porque aquel oeste patrio era yermo en recursos sanitarios. Puede que también en amor y solidaridad. “La pobre sufrió mucho e hizo sufrir involuntariamente a sus hijos”, recuerda mi madre.
La culpa no fue nunca de la paciente, por supuesto. La responsabilidad recaía sobre una especie de omertá social y familiar respecto a determinadas patologías y enfermedades mal vistas por la sociedad y que no despertaban la empatía de los demás; todo lo contrario, provocaban cierto aislamiento y vergüenza por parte de la familia afectada. La salud mental está ahora en boca de todos y forma parte de la agenda política y mediática. No siempre fue así. Tener a alguien ‘loco’ en casa, sin medicación, sin supervisión, sin tratamiento…¡por Dios, ahora sería impensable!
Las familias esconden secretos, utilizan eufemismos o corren un tupido velo sobre cuestiones dolorosas y para escabullirse de la verdad. La enfermedad mental de uno de sus miembros bien puede ser uno de esos secretos de los que nunca nadie habla durante la comida. Pero esa actitud privada en las familias obedecía a un momento social: el del desconocimiento e ignorancia más absolutos sobre todo lo relacionado alrededor de la salud mental.
Mi abuela retomó la supervisión psiquiátrica en el Benito Menni de Sant Boi en los años 90. Mis padres ya no podían más y recurrieron a la ayuda profesional. Estuvo unos meses ingresada y la familia decidió más tarde hacer uso de los servicios del centro de día del hospital. Estas líneas son un homenaje a mi extraña, despistada. ‘loquilla’ abuela; pero también a mis padres por su compromiso con los vulnerables. Y a los psiquiatras, auxiliares y monjas con las que nos tropezamos durante casi dos décadas en el Benito Menni. El mundo necesita espacios profesionalizados de atención psiquiátrica como el hospital samboyano. Los cuidados deben estar en manos expertas y formadas. Cuando los dados de la suerte caen sobre la mesa…¡ya saben!
Aún recuerdo el día que supe el nombre del transtorno mental padecido por mi abuela. Llevé en coche a mi madre y a mi abuela a una vista al psiquiatra y aproveché. Yo estaba en la veintena “ Doctor, ¿qué tiene exactamente mi abuela?”. “ Neurosis crónica”. Esa fue la respuesta. Esa era su enfermedad invisible. III