Hace algunos años me quedé prendado de una camarera chilena a la que vi leer una maltratada edición de bolsillo de Big Sur de pie junto a la cafetera.
Tal vez, si hubiese entrado cualquier otro día en aquella cafetería cerca de la estación de metro Manuel Montt, en Santiago, la habría encontrado leyendo otra novela, a otro autor, o ni siquiera habría estado de turno. Pero sucedió así, y aquella escena imprevista se me presentó como un motivo de la sensualidad.
Era una mujer atractiva, o a mí me lo pareció. Con todo, estoy convencido de que si la hubiese encontrado en otro escenario, o en el mismo pero sin el libro de tapas amarillas, o incluso si yo no hubiese reparado en que se trataba de la novela de Jack Kerouac cuando la dejó sobre la barra para preparar mi espresso, no habría escrito luego sobre ella. Me interpeló más allá de lo estético aquella desconocida con aire triste, empleada en una cafetería sin otros clientes, que mataba el tedio, o quizá esperaba a que por fin la despidiesen, a que el negocio quebrase, leyendo justo a Kerouac. El ejemplar de Big Sur en sus manos transmutó en un bidón de gasolina, y en una cajetilla de mistos. Lo que me cautivó —eso lo entendí más tarde— fue que en la quietud de la lectora podía intuirse que algo estaba a punto de arder. Porque si la literatura sirve para lo que me he dicho que sirve, una mujer que lee a Kerouac no va a permanecer de pie, ocho horas al día, o cuatro, o doce, en un lugar en el que no desea estar, que la va consumiendo. O eso me gusta creer.
Jack Kerouac y sus colegas de la Generación Beat han quedado inscritos en el imaginario colectivo como avatares de la libertad creativa… y política, sexual, espiritual. Muchas de las obras que escribieron los beatniks dan testimonio de su resistencia a representar el papel que las estructuras sociales les deparaban a un huérfano descendiente de inmigrantes europeos (Lawrence Ferlinghetti), un judío hipersensible expulsado de la universidad (Allen Ginsberg) o un niño criado por un padre delincuente (Neal Cassady). Su actitud irredenta y los encuentros que fueron dándose entre ellos los espolearon para producir una literatura que buscaba nuevas formas expresivas, al tiempo que desafiaba a la sociedad norteamericana e instaba a los lectores a poner en jaque sus instituciones.
Con todo, la recuperación de la bibliografía de los beatniks que algunos sellos editoriales emprendieron hace un par de años, con el centenario del nacimiento de Kerouac como pretexto, hizo emerger también la pregunta sobre si este grupo de autores puede continuar sirviéndonos como modelo de emancipación, de contracultura.
Algunas voces comienzan a esbozar su respuesta a esta pregunta señalando que, irónicamente, la Generación Beat fue un lucrativo invento de la industria editorial capitalista. Sería absurdo negar que la publicación de En la carretera fue un buen negocio tanto para Viking Press como para su autor. La primera edición llegó a las librerías el 5 de septiembre de 1957, y quince días más tarde se daba orden de reimpresión. Desde entonces ha vendido millones de copias. Pero la lógica que minusvalora el carácter contracultural de la obra de Kerouac porque supo rentabilizarla o porque llegó a ocupar el espacio central de la cultura estadounidense es la misma que se emplea para reclamar que cualquier votante de izquierdas debe, por decencia, llegar apurado a fin de mes. La contracultura parte de los espacios periféricos, pero aspira a regir, del mismo modo que abogar por la redistribución de la riqueza no significa que uno quiera ser pobre, sino que todos tengamos recursos suficientes.
Al mismo tiempo, los textos que Kerouac escribió con posterioridad al éxito de su novela muestran una tensión ideológica respecto a ese fenómeno. En Big Sur lamenta: «Tan famoso [me ha hecho En la carretera] que desde hace tres años vivo desquiciado con tanto telegrama, tantos telefonazos, invitaciones, cartas, visitas, periodistas…». Tanto que estar en el foco acentuó su alcoholismo, tal vez porque no pudo cumplir lo que en esa misma novela se prescribía: «Vuelve a la infancia, come solo manzanas y lee el catecismo; siéntate en las aceras, al diablo con las cálidas luces de Hollywood». El éxito fue una consecuencia sustanciosa si se quiere, motivo de orgullo, pero no el horizonte, que siempre estuvo en alcanzar nuevas cotas de libertad y transformar la sociedad a través del arte.
La reevaluación de la literatura beat también ha traído una querella contra su masculinidad testosterónica y por su fascinación por el coche a gasolina. Es cierto que Kerouac, con su viaje por la mítica Ruta 66, debió contribuir a aumentar la huella de carbono. Y también que reservaron para las autoras un papel secundario, que en su correspondencia no demuestran por Lenore Kandel o Diane di Prima la misma admiración que se profesaban entre ellos. Pero me pregunto hasta qué punto que no lograsen desmarcarse de un machismo estructural o que no desarrollasen una consciencia ecologista invalida su contribución al derrumbe de algunas otras estructuras vetustas.
Por otra parte, nunca me ha parecido razonable enjuiciar una obra escrita hace cinco, seis o siete décadas a partir de un marco ético que les resultaba ajeno a sus autores. El resultado de estos procesos termina con alguien considerando que Joseph Conrad, cuando escribió El corazón de las tinieblas en 1899, era racista del mismo modo que hoy lo puede ser, qué sé yo, Silvia Orriols. Y no. A unos les faltaba información, otros la tienen a su disposición y optan por el odio. Además, en su autobiografía novelada, Joyce Johnson, que fue pareja de Kerouac, aunque le afea al movimiento Beat conductas machistas, escribe también que animó a muchas jóvenes a dar un paso adelante, aunque no llegasen a caminar en paralelo a sus compañeros a causa de «las ideas preconcebidas que limitaban la vida de la mujer» y que partían desde un lugar que estaba más lejos de la libertad a la que aspiraban.
El reproche más reciente que he escuchado a la obra de Kerouac la despreciaba por la ingenuidad de sus ideas. Me sorprendió que este lector, también escritor, me explicase que el norteamericano le parecía tolerable solo hasta que uno maduraba y aprendía de qué iba la vida. Y sí, en Los vagabundos del dharma, en la rabia del Aullido, hay una inocencia y un idealismo un tanto pueriles. Pero rechazarlos de pleno implicaría aceptar que a aquella lindísima camarera chilena el mejor consejo que podríamos darle es que tire su libro a la basura y se vaya haciendo a la idea de que, le guste o no, se consumirá detrás de la barra. III