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Cómo un garabato en una noche aburrida se convirtió en un fenómeno cultural: las Tortugas Ninja
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Cómo un garabato en una noche aburrida se convirtió en un fenómeno cultural: las Tortugas Ninja

Por David Aliaga Muñoz
sábado 07 de septiembre de 2024, 18:00h
De los viernes de mi niñez recuerdo, sobre todo, la visita familiar al videoclub. Aun tantos años después soy capaz de sentir los restos de la excitación que me provocaba caminar con mis padres en dirección a Videomanía, abrir la puerta acristalada, escuchar el tintineo del móvil metálico colocado sobre el marco… y asomarme por fin a aquel par de pasillos repletos de cintas en VHS.

Puede que en este tiempo en que tenemos a un clic de distancia muchas más horas de entretenimiento audiovisual de las que podríamos consumir en varias vidas, un pequeño local como aquel de la calle Bóbilas, en el barrio de La Florida, que ofrecía solamente algunos centenares de películas a sus abonados, no parezca gran cosa. Pero para mí, aquel constituía un poderoso estímulo a la imaginación, como no mucho más tarde empezarían a serlo también los cómics y los libros. Me encantaba curiosear las carátulas de los VHS e imaginar qué historia contaría aquella película, y aquella otra, y... mientras mi madre elegía el drama que vería esa misma noche y mi padre dudaba entre alquilar una comedia o una de acción.

A mí también me dejaban escoger una película. Y así el videoclub se convirtió en uno de los primeros contextos en los que yo tuve la potestad de elegir. Cuando eres un niño, comes lo que tus padres te ponen en el plato, te vistes con la ropa que ellos compran para ti… Pero, de pronto, en el videoclub se me daba la posibilidad de escoger, esto es, de empezar a jugar algún papel en mi construcción como sujeto cultural que hasta entonces había recaído en los demás.
Echar la vista atrás hacia aquellas tardes de viernes me ha permitido aprender algunas cosas sobre mí mismo. Por ejemplo, que ya desde niño mantenía una relación obsesiva con aquello que lograba interesarme. El crío que fui ya sentía esa necesidad que tan bien conozco de volver una y otra vez sobre las mismas historias. Según cuentan en casa, salvo que mis padres intercediesen con un “venga, David, que esta ya la has visto mil veces”, la película que llevaba hasta el mostrador era Las Tortugas Ninja o, en su defecto, Las Tortugas Ninja II. Tanto era así que la dueña acabó por regalarnos el VHS porque lo alquilamos en tantas ocasiones que cubrimos varias veces el coste de la cinta.

Una rentabilísima franquicia

Las Tortugas Ninja (1990) no era otra cosa que una comedia de artes marciales que trataba de sentar frente a la pantalla tanto al público adulto como al infantil. El largometraje era una más de las formas en que a Kevin Eastman y Peter Laird se les había ocurrido explotar comercialmente la serie de cómic que ambos habían comenzado a autoeditarse en 1984. Y les salió de fábula: lograron recaudar en taquilla más de doscientos millones de dólares, cuando filmarla costó poco más de trece. A estas alturas, la mención de estos personajes remite a una rentabilísima franquicia de explotación comercial a la que al público no se le ocurriría atribuir un espíritu contracultural, de resistencia o de provocación. Sin embargo, lo cierto es que las Tortugas Ninja sí fueron creadas como protagonistas de un fanzine un poco macarra.

A principios de los ochenta, Eastman y Laird eran dos jóvenes amigos que trataban, sin mucho éxito, de abrirse hueco en la industria del cómic. Una noche, mientras se aburrían juntos frente a la televisión, Eastman garabateó en un pedazo de papel una especie de tortuga antropomórfica a la que le colocó un antifaz y unos nunchakus. A Laird le hizo gracia la idea y se lanzó a dibujar su propia versión de la criatura. Empezaron a bromear swobre el concepto tan disparatado, a preguntarse qué clase de personajes podían ser aquellos, cómo podrían llamarlos, qué tipo de historia podría armarse a su alrededor… y para antes de que amaneciese habían tomado la decisión de convertir a las Tortugas Ninja en las protagonistas de su próximo tebeo.

Homenaje a Daredevil

La aventura que a Eastman y Laird se les ocurrió que podrían protagonizar sus disparatadas creaciones fue una especie de homenaje, bordeando el plagio y la parodia, a los cómics de Daredevil que por aquel entonces escribía y dibujaba Frank Miller. El número 1 de Teenage Mutant Ninja Turtles narraba cómo un vertido tóxico en las alcantarillas de Nueva York había provocado la mutación de cuatro quelonios que algún desaprensivo había arrojado por el inodoro, que esos animales mutados habían sido adiestrados en artes marciales por la rata de un antiguo sensei que también había estado expuesta al mutágeno y cómo usaban sus talentos para combatir a una organización criminal ninja. Los autores apostaron por imprimir tres mil copias de aquel tebeo en blanco y negro, con un dibujo de trazo grueso, áspero y fanzinero, y generoso en violencia. Para su sorpresa, en pocas semanas ya no quedaban copias que distribuir en el salón que usaban como estudio y almacén.

Y es probable que, al menos en parte, el éxito de aquel tebeo tuviese que ver con su carácter gamberro y contracultural. Eastman y Laird representaron en sus viñetas una Nueva York en la que el crimen organizado ejercía el poder y en la que sus habitantes se sentían inseguros, desprotegidos, al caminar por la calle; un paisaje que no debía de quedar muy lejos a los lectores de las metrópolis estadounidenses de los ochenta. En ese ambiente inhóspito colocaron a sus cuatro tortugas como brutales protectores de la ciudad, que debían vivir escondidos en las alcantarillas para evitar el más que probable desprecio o persecución al que serían sometidos por esos mismos ciudadanos por los que se jugaban la vida. Como apuntó el periodista John Parker: “Nació en el apogeo del punk, y estaba impregnado de esa energía”.

Respaldo de los jóvenes

El respaldo que los jóvenes dieron a aquella primera entrega hizo que Eastman y Laird continuasen narrando las vicisitudes de Leonardo, Raphael, Michelangelo y Donatello, que en el segundo episodio se enfrentaron a una gran corporación tecnológica que, usando dinero público, había desarrollado una serie de criaturas robóticas que debían solucionar la plaga de ratas que padecía a la ciudad pero que, en realidad, usaba sus creaciones y sus autorizaciones para abrir túneles subterráneos y robar bancos.

Las Tortugas Ninja era un tebeo en el que la delincuencia, la malversación o el racismo se combatían con inclemencia y a golpe de patada voladora. Pero como suele suceder, el dinero se las arregló para transformar un producto que desnudaba las vergüenzas del capitalismo en algo inofensivo. En este caso, la neutralización del aliento punk de aquellos primeros tebeos comenzó cuando a Eastman y Laird se les ofreció la posibilidad de suavizar un poco a sus cuatro brutales justicieros para que pudiesen funcionar como protagonistas de una nueva línea de juguetes así como de una serie de dibujos animados que los haría millonarios. III

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