La historia del trabajo es la historia de una lucha por la mejora de las condiciones en las que ese trabajo se realiza. Una lucha que en las sociedades occidentales toma un impulso definitivo a mediados del siglo XIX y que actuando siempre como contrapunto de los grandes ciclos económicos ha continuado hasta nuestros días.
En estos momentos, el nuevo horizonte reivindicativo se ha situado en la semana laboral de 35 horas. Como en otras ocasiones, Francia tomó la delantera aprobando la semana de 35 horas en una fecha tan lejana ya como 2002. Desde entonces, cuestiones como la imparable automatización y robotización de muchos procesos productivos o, más recientemente, la huella climática que el trabajo genera en un momento de grave crisis medioambiental han ido alimentado el debate sobre los pros y contras de instaurar la semana laboral de 35 horas.
Un debate que en España está muy vivo, sobre todo desde que a finales del 2023 el Gobierno aprobase reducir la semana laboral hasta las 37,5 horas, ya con la mirada puesta en la de 35. Desde la aprobación de esta medida, de fuerte simbolismo para la izquierda, el escepticismo y la cautela, cuando no la crítica abierta con que las diferentes organizaciones de la patronal la han recibido contrasta vivamente con la postura favorable de los sindicatos mayoritarios. Estos últimos destacan que la reducción de horas redunda en la generación de empleo, en la adaptación a un contexto presidido por la digitalización y en la mejora de la calidad de vida. En el otro lado, los empresarios arguyen que tal medida aumentará los costes laborales y, sobre todo, lamentan el impacto negativo que tendrá sobre la productividad y la competitividad de las empresas.
Se afirma que en un momento en el que se hace necesario reindustrializar Europa para que sea soberana en la producción de mercancías estratégicas, hay que evitar justamente que la productividad y la competitividad se vean afectadas. Si aceptamos que ello es así, la pregunta que debemos hacernos es: ¿de qué manera puede nuestro continente jugar un papel más relevante en el concierto económico mundial sin que ello suponga renunciar a los valores de equidad y bienestar que han sido su santo y seña en el último siglo? Resolver este acertijo pasa por buscar los consensos necesarios para seguir, por un lado, profundizando en los derechos laborales (y la semana de 35 horas sería un buen ejemplo), y por otro y al mismo tiempo sentar las bases de un nuevo modelo productivo. O lo que es lo mismo y parafraseando a Willy Brandt, todo el mercado posible, todo el Estado necesario. III