Hay un refrán que nos recuerda que “el hombre es el único animal que tropieza con la misma piedra”. La historia así lo confirma. Las guerras y los conflictos internacionales se han ido repitiendo a lo largo de los siglos. En todos ellos de una forma directa o indirecta está el afán de poder y dinero.
La sociedad occidental está construida por los pilares ya mencionados, que ya forman parte del corazón humano. Mucho hablar de diálogo, mucho proponer reuniones de alto nivel, muchas campañas mediáticas clasificando a unos de buenos y a otros de malos, a unos de culpables y a otros de inocentes. La cultura de la etiqueta se ha instalado en todos los debates, sin soluciones plausibles y esperanzadoras. Vivimos una cultura pesimista e incapaz de corregir los errores que nos llevan a tantos conflictos, donde millones de personas han muerto y siguen muriendo.
¿Estamos dispuestos a modificar nuestra forma de vida, nuestras prioridades, nuestros objetivos, nuestras comodidades, nuestras relaciones humanas, en fin, nuestros corazones? Es aquí donde radica el problema principa: no podemos cambiar los egoísmos, egolatrías o egocentrismos sin ayuda exterior y … sobrenatural.
Curar estos corazones conlleva un humilde reconocimiento nada habitual entre los poderosos del mundo, nuestras miserias más oscuras no pueden disfrazarse.
¿Quién o cómo se puede transformar este corazón? Rechazar a Dios y su propuesta moral es convertir al ser humano en un ídolo, capaz de lo más cruel y monstruoso. Hemos de optar: ¿alimentar a ese monstruo o a la bondad más sublime? La vida es una suma de decisiones, lo importante es la dirección que elegimos. Jesucristo hace posible lo que para nuestra incapacidad es ilusorio o utópico. Él es la imagen del nuevo hombre, de la nueva criatura, de aquel que incluso puede amar a su enemigo. ¿Obra posible para la sola voluntad humana u obra y posibilidad sobrenatural? III
«Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo:
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos , porque ellos poseerán en herencia la tierra.
Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.
Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios».
(Libro de la Sabiduría, 9, 1-67)